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amemos más y más a nuestro Padre, recemos por él,
a fin de que pueda, como buen capitán, conducirnos
a la conquista del Reino de los Cielos.
>>Adiós, adiós. Esperamos que llegue don Bosco
esta semana.- Tu afmo. MIGUEL RUA, Pbro.>>
El año 1873 creían todos los romanos que aquel
mismo año llegaría el triunfo de la Iglesia; el
Papa, los Cardenales, los sacerdotes, los frailes,
los monjes, los fieles, todos cultivaban esta
esperanza. Y don Bosco reía.
Ya, a su paso por Florencia, y precisamente en
la visita que hizo al arzobispo monseñor Limberti,
le había dicho éste:
-Recuerdo que hace ocho años, aquí, en este
mismo sitio donde ahora nos encontramos, le
pregunté a usted si los italianos irían a Roma y
me contestó: -<>. Yo no podía creerlo.
Dígame ahora, >>cuándo estaremos libres?
-íAh! Monseñor, respondió don Bosco, estamos en
manos de gente capaz de todo exceso y, antes que
nos veamos libres, tiene que pasar todavía mucho
tiempo, pero no demasiado.
((**It10.484**)) El
Arzobispo llamó entonces al reverendo Giustini, su
secretario, y le dijo:
->>Recuerda que don Bosco nos decía hace unos
años que Roma sería tomada? Bien, pues escriba
ahora que el 23 de febrero de 1873 don Bosco
afirmó que pronto estaremos libres. Que hasta
terminar el 1875 Roma no se verá libre de sus
ocupantes.
Dos veces se le hizo en Roma la misma pregunta,
y él dio la misma respuesta.
Estaba en casa del canónigo Ghiselini el 10 de
marzo. Se encontraban presentes la condesa
Malvasía, el obispo de Neocesarea y un capitán de
las tropas pontificias, hecho prisionero de guerra
en Alessandria (Piamonte). Cayó la conversación
sobre este mismo tema, y él repitió:
-Hasta 1875 no comenzará a mejorar la actual
situación y no quedará establecido el orden
público hasta los años 1876, 1877, 1878, y aún
después.
Otra tarde se encontraba en casa de la señora
Mercurelli, vendedora de rosarios en la plaza
Santa Clara, a tiempo de que entró el Maestro
General de la Orden de Santo Domingo. Sentóse al
lado de don Bosco y comenzó a lamentarse del
estado de la Iglesia. Después de enumerar mil
motivos de dolor, terminó, para consolarse, con
estas palabras:
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