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Vicente, intentó don Bosco, ante todo, adquirir
una antigua casa a poca distancia del actual
Hospicio, casi en mitad de la colina, pero
inútilmente. Entonces se pusieron los ojos en el
antiguo convento e iglesia aneja de San Cayetano,
pero tampoco tuvo éxito este intento, a pesar del
cordial tesón por parte del muy caritativo
príncipe Víctor Centurione. Se iniciaron otras
gestiones, pero todas sin resultado positivo. Era
evidente que el demonio no cejaba en su oposición
a cualquier traslado, previendo el bien que iba a
hacerse con la nueva fundación.
Pero he aquí que, al poco tiempo, triunfaron
los pacientes trabajos y la ilimitada confianza
del Santo y de sus amigos en la ayuda de la divina
Providencia, con un suceso tan inesperado como
para dar a conocer a todos su intervención.
El marqués Martorelli d'Efivaller era
propietario de la iglesia de San Cayetano y del
convento contiguo, y alquien le pidió estos
locales para destinarlos a uso profano. Dirigióse
él al Arzobispo, ((**It10.365**))
monseñor Magnasco, proponiéndole la adquisición de
la iglesia para que siguiera dedicada al culto
divino; y don Juan Antola, que, junto con el
presbítero Ricchini, prestaba a los nuestros la
más cordial cooperación en estas gestiones, apenas
supo la propuesta del Marqués, no descansó hasta
ver que la iglesia y el convento eran cedidos a
don Bosco.
Este elevó enseguida la propuesta de
adquisición a monseñor Magnasco, el cual la aceptó
muy gustoso, de modo que no faltaba más que firmar
el contrato y encontrar el dinero necesario.
El marqués Ignacio Pallavicini, que el 9 de
septiembre de 1871 le había prometido la limosna
de mil liras al año, cuando fundara una casa
salesiana en Génova, había muerto. Don Bosco
acudió a los herederos, rogándoles que secundaran
las intenciones del generoso difunto, pero éstos
no se consideraban ligados a ninguna obligación y
contestaban francamente:
Génova, 14-5-1872
Muy reverendo Señor:
Hace ya unos días que tenía intención de
responder a la última carta de V. S. M. R.
dirigida a mi esposa. Algunas ocupaciones me lo
impidieron hasta este momento y le pido perdón por
el retraso. Ante todo permítame manifestarle,
también en nombre de mi esposa, nuestros más
cordiales sentimientos de agradecimiento por su
bondad al recordarnos en sus oraciones, y tenga la
seguridad de que le quedamos muy reconocidos por
ello.
En cuanto a la ayuda de las mil liras, de que
habla en su apreciada carta, paréceme advertir, y
no sin pena, que usted presta poca fe a las
palabras y a la carta de mi
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