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a Dios. Su delicada salud fue el único obstáculo
para su ansiada admisión en la Sociedad.
Miguel Franzero, natural de Turín, >> el 18 de
junio a los once años.
La Dirección del Real Hospicio de Caridad de
Turín le colocó en el Oratorio. Se distinguió,
entre sus compañeros llegados de dicho hospicio,
por su buena conducta, aunque no había en él nada
extraordinario. Pero su muerte fue singular y
preciosa; a pesar de haber recibido ya los
sacramentos, pidió confesarse la última mañana de
su vida. Y lo hizo llorando a lágrima viva de
dolor. Murió una hora después, rebosando alegría,
viendo, según él decía, salir a su encuentro a los
ángeles y a la Virgen María.
Don Miguel Rúa escribió estos detalles sobre la
santa muerte de este muchacho:
Miguel Franzero se portó siempre como un buen
muchacho, aun cuando su conducta exterior no tenía
nada de particular. Pero siempre obtuvo muy buenas
calificaciones.
El 7 de junio de 1871 un Superior le encontró
un tanto descolorido y le preguntó si se
encontraba bien. Respondió que se sentía algo
indispuesto, pero que no creía estar enfermo. Le
tomó el pulso y, al comprobar que tenía algo de
fiebre, le acompañó él mismo a la enfermería y lo
puso bajo los cuidados del enfermero y del médico.
Siguió en la enfermería unos diez días, sin dar la
más pequeña muestra de impaciencia; más aún, a
quien le preguntaba por su salud, siempre le
contestaba que se encontraba mejor; y
exteriorizaba su alegría cuando se le hablaba del
alma, o se le decía algo para animarle.
El 16 del mismo mes pidió y recibió los santos
sacramentos con las mejores disposiciones, aun
cuando no creía estar enfermo de cuidado. Pero el
mal se agravó en la noche del 17 al 18; él,
paciente como de costumbre, repetía las
jaculatorias que se le sugerían y, de ((**It10.218**)) vez en
cuando, se dirigía a la persona que le asistía y
le decía:
-Hágame el favor de llamar al sacerdote.
Y nombraba al que lo había llevado hasta la
enfermería.
Al advertirle que era ya muy tarde y que aquel
sacerdote necesitaba descansar, se calmaba; pero,
al poco rato, repetía lo mismo, hasta que, de
mañana muy temprano, se le contentó y fueron a
llamar a dicho sacerdote. Muy serio, le dijo al
verle aparecer:
-Quiero confesarme.
-Te confesaste hace pocos días, no lo
necesitas, contestóle el sacerdote.
-íSí!, replicó el enfermo. íQuiero confesarme!
Cedió el sacerdote a su deseo y le confesó.
Durante la confesión rompió a llorar y exclamó en
alta voz:
-Pero, >>me perdonará todavía el Señor? >>Me
perdonará?
-Sí, tranquilo, le decía el sacerdote; confía
en el Señor, que te quiere mucho.
Y, a duras penas, consiguió calmarle. El mismo
sacerdote, al ver las santas disposiciones de
aquel buen muchacho, estaba profundamente
conmovido. Se emocionaban también, hasta derramar
lágrimas, todos los que se hallaban presentes en
la sala, al contemplar su llanto y oír sus
palabras llenas de aflicción. Como había recibido
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