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((**Es10.1094**) Algunos de nuestros directores, que habían sido invitados para ir a Turín el 9 de septiembre, llevaron a hombros su féretro, y otros lo acompañaron hasta la capilla mortuoria; en la ceremonia fúnebre tomaron parte también los alumnos y la banda de música del Oratorio. íEran los sacerdotes, los clérigos, los jóvenes, que don Bosco había visto en sueños, como le decía al teólogo Borel el 1844! íSu recuerdo vivirá siempre entre nosotros con veneración! Otra pérdida dolorosa fue la de don Pedro Racca, catequista en San Pier d'Arena. No se encontraba bien de salud. Al llegar las vacaciones otoñales fue a Volvera, a casa de sus padres, con la esperanza de restablecerse, pero ((**It10.1192**)) murió allí. Tenía treinta años. Don Bosco pensaba publicar una breve biografía de don Pedro Racca, porque, según él, fue un sacerdote apostólico, lleno de amor de Dios y de moralidad verdaderamente admirable; eran tan vivas sus ansias de apostolado que experimentaba amargo pesar cuando no podía hacer todo lo que él consideraba que servía para mayor gloria de Dios. Pidió don Bosco a los sacerdotes de su pueblo noticias edificantes sobre él, y se las enviaron; pero no sabemos por qué no escribió la biografía. Por eso consideramos útil y conveniente traer aquí algunas de aquellas noticias. El sacerdote Nicolás María Lisa, atestiguaba: Parecía un angelito desde su infancia. Era un enamorado de la virtud angélica; desde aquellos años aborrecía no sólo lo directamente contrario a la pureza, sino también lo que indirectamente podía ser peligroso, al extremo de que no sólo rehusaba el beso de las mujeres, sino aún el de su propia madre. Esta su virtud predilecta se transparentaba en su rostro, de tal modo que bastaba mirarlo para poder pronosticar que seguramente llegaría a ser el consuelo de la familia y el honor del pueblo. Así lo dijo precisamente el farmacéutico del pueblo, Carlos Sclaverani, viéndole todavía niño en los brazos de su madre; y lo mismo el teólogo Santiago Gribaudi, párroco, cuando recomendó a la misma que tuviese mucho cuidado de él. En cuanto creció un poco, empezó a asistir asiduamente al catecismo y a todas las funciones parroquiales y ayudaba todas las misas que podía, con admirable devoción. Tenía en su casa un altarcito, que adornaba con los dineritos que le regalaban o que recibía por ir a los entierros. Y ante el altarcito iba a rezar sus oraciones mañana y tarde y también a lo largo del día. Había detrás de la iglesia parroquial un crucifijo pintado, y también solía acudir allí a menudo a rezar el buen muchacho. Cuando llevaba el ganado al campo, se divertía grabando cruces en la corteza de los árboles, algunas de las cuales todavía se conservan. Desde que comenzó a ir a la escuela del pueblo, Pedrito fue siempre el primero por su aplicación y su conducta, más por la diligencia que ponía que por el talento que tenía. Cuando, después de la clase, llevaba las vacas a pacer, se dedicaba a leer. Y, cosa admirable en un niño de su edad; leía con preferencia, es más, casi siempre, (**Es10.1094**))
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