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Aquel jovencito era Francisco Picollo, natural
de Pecetto Torinese; se hizo salesiano, llegó a
sacerdote y fue maestro de novicios, director e
inspector.
Semejante al afecto que le profesaban a don
Bosco sus hijos, era, ya desde entonces, el
aprecio, la veneración y la admiración que le
tributaba toda suerte de personas, aun en el
extranjero, por sus extraordinarias virtudes y por
su apostolado, como más adelante veremos.
Presentaron por aquellos años a la princesa
María Victoria de Saboya-Carignano a un alumno del
Oratorio, y se la oyó exclamar:
-íDichoso tú, que estás con un Santo!
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Escenas semejantes sucedían ya en todas partes.
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A pesar de todo, notaba Juan Villa, <(**Es10.101**))
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