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A mis queridos hijos y hermanos
de la Sociedad de San Francisco de
Sales.
Ya va a comenzar el mes de mayo, que solemos
dedicar a María, y quiero aprovechar esta ocasión
para hablar a mis queridos hijos y hermanos y
exponerles algunas cosas, que no pude decirles en
las conferencias de san Francisco de Sales.
Estoy convencido de que todos vosotros queréis
perseverar a toda costa en la Sociedad, y
trabajar, por consiguiente, con todas vuestras
fuerzas para llevar almas a Dios, comenzando por
salvar la vuestra. Para triunfar en esta gran
empresa hay que empezar por emplear la máxima
solicitud en practicar las reglas de la Sociedad.
Pues no servirían de nada nuestras Constituciones,
si quedaran guardadas en un cajón y nada más. Si
queremos que nuestra Sociedad marche hacia
adelante con la bendición del Señor, es
indispensable que cada artículo de las
Constituciones sea norma y guía de nuestro obrar.
Pero quedan todavía algunas cosas prácticas, y muy
eficaces, para alcanzar el fin propuesto, y entre
ellas os indico la unidad espiritual y la unidad
de administración.
Por unidad de espíritu entiendo una
deliberación firme y constante, de querer o no
querer lo que el Superior piensa que sirve, o no
sirve, para mayor gloria de Dios. Esta
deliberación no se afloja nunca, por muy graves
que sean los obstáculos que se oponen al bien
espiritual y eterno, según la doctrina de san
Pablo: Charitas omnia suffert, omnia sustinet.
Esta deliberación induce al hermano a ser puntual
en sus deberes, no sólo por el mandato que recibe,
sino por la gloria de Dios, que quiere promover.
De aquí se deriva la prontitud para hacer la
meditación a la hora establecida, la oración, la
visita al santísimo Sacramento, el examen de
conciencia, la lectura espiritual. Verdad es que
todo esto lo prescriben las reglas, pero si no se
procura excitarse a observarlas por un motivo
sobrenatural, nuestras reglas caen en el olvido.
Una cosa que contribuye poderosamente a
conservar esta unidad de espíritu es la frecuencia
de los santos sacramentos. Hagan lo posible los
sacerdotes para celebrar con regularidad y
devotamente la santa misa; los demás procuren
recibir la comunión lo más a menudo posible. Pero
el punto fundamental está en la confesión
frecuente. Procuren todos cumplir lo que las
reglas prescriben con respecto a esto. Además es
absolutamente necesaria una gran confianza con el
Superior de la casa donde uno se encuentra. El
gran defecto consiste en que muchos buscan cómo
interpretar ((**It10.1098**))
torcidamente ciertas disposiciones de los
Superiores, o las consideran poco importantes, y,
entre tanto, aflojan la observancia de las reglas
con perjuicio para sí mismos, disgusto de los
Superiores y omisión o, por lo menos, descuido de
lo que habría contribuido poderosamente para bien
de las almas. Cada uno, pues, despréndase de su
propia voluntad y renuncie al pensamiento de su
utilidad personal;
asegúrese únicamente de que lo que debe hacer
sirve para la mayor gloria de Dios y siga
adelante.
Aquí, empero, surge la dificultad siguiente:
hay casos, en la práctica, en los que parece es
mejor obrar diversamente a como está mandado. No
es verdad. Lo mejor es cumplir siempre la
obediencia, sin cambiar nunca el espíritu de las
reglas interpretado por el Superior respectivo.
Por consiguiente, esmérense todos siempre por
interpretar, practicar, recomendar la observancia
de las reglas, y por cumplir con el prójimo todo
lo que el Superior juzgare que es para mayor
gloria de Dios y bien de las almas. Considero esta
conclusión como el fundamento de una sociedad
religiosa.
Corre parejas con la unidad de espíritu la
unidad de administración. Un religioso se propone
practicar lo que dijo el Salvador, es decir,
renunciar a cuanto tiene o
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