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fuese su hijastro, con todo, por ser el mayor,
tenía con él una deferencia más única que rara, a
pesar de que él nada había hecho para
merecérsela. Ella no ((**It1.97**))
emprendía cosa alguna sin aconsejarse antes
con él, o sin intentar persuadirle cuando era de
opinión contraria; y cedía de buen grado, si veía
que la resolución no le convencía. De este modo
conservaba en la familia la preciosa paz que,
después de la gracia de Dios, es el primer tesoro
en esta tierra. Y así, por el momento, Margarita
creyó conveniente no insistir; pero, aprovechando
una ocasión oportuna, dio a entender a Antonio que
había abandonado la idea de mandar a Juan a
Castelnuovo. Se mantenía, sin embargo, firme en su
propósito de hacerle estudiar. Antonio se contentó
con esto.
En el mes de agosto de aquel año, todas las
iglesias se cubrían de
luto: el fúnebre tañido de las campanas anunciaba
la muerte de Pío VII, acaecida el veinte de dicho
mes. Pasadas pocas semanas, la noticia de la
elección de León XII, proclamado Papa el
veintiocho de septiembre, devolvía la alegría y el
júbilo al ánimo de todos los cristianos, íCuánto
se habló durante aquellos días del Papa, al que
los piamonteses profesaban profundo afecto! Habían
visto muchas veces a Pío VII, habían llorado
durante su martirio, se habían regocijado con sus
triunfos. Su retrato se conservaba expuesto en
todas las familias: todos conocían su amable
semblante; y, aún no hace muchos años, se veía en
las casas de la gente acomodada la figura pintada
en tela de este gran pontífice. Las impresiones de
la niñez no se borran nunca; por eso no dudamos en
asegurar que estos acontecimientos encendieron en
el corazón de Juan la chispa de amor al papa que
un día informaría todas las espléndidas empresas
de su vida.
Mientras tanto, Margarita, al llegar el otoño,
de acuerdo con Antonio,
combinó las cosas del siguiente modo: Juan,
durante el invierno, iría todos los días a la
escuela municipal de Capriglio, pueblecito
cercano, para aprender los primeros elementos de
lectura y escritura. Allí era maestro el capellán
don José Lacqua, sacerdote de gran piedad; y
Margarita fue a visitarlo, rogándole admitiera a
su hijo en clase, ya que por su tierna edad no
podía hacer el camino de I Becchi a Castelnuovo.
El capellán no quiso aceptarlo, pues no estaba
obligado a tener en su clase a chicos de otros
municipios. Margarita, vivamente contrariada, no
sabía qué partido tomar, cuando he aquí que un
buen aldeano se ofreció a ser el primer maestro de
Juan en el arte de leer. Fue aceptado el
caritativo ofrecimiento, y Juan aprendió en el
invierno de 1823-1824 a deletrear bastante bien.
Aquel(**Es1.95**))
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