((**Es1.89**)
se puede deducir que Juan conservó sin mancha la
virtud que hace a los hombres semejantes a los
ángeles. Por eso, no nos debe extrañar que Mariana
Occhiena afirmara muchas veces y con íntima
convicción a José Buzzetti, que, de cuando en
cuando, la Virgen Santísima se aparecía a su
sobrino, cuando se encontraba solo en el prado al
cuidado de la vaca, y que le dirigía la palabra.
Carecemos de argumentos para probar semejante
muestra del favor del cielo, pero sí hemos de
notar que esta afirmación demuestra bien a las
claras ((**It1.91**)) en
cuánta estima era considerada su niñez, por
quienes le conocían tan de cerca.
Mientras teníaan lugar estas sencillas escenas
en la colina de I Becchi, una función
estraordinaria, en un día entre semana del año
1822, atraía a su parroquia a los habitantes de
Castelnuovo. El vicario parroquial don José
Sismondo, con todo su clero reunido ante el altar
mayor, presentes como testigos al alcalde y un
concejal, juraban fidelidad al rey Carlos Félix,
que había subido al trono el año anterior, y a sus
sucesores. La real orden obligaba a ello a todo el
clero de su reino. El Papa había concedido la
licencia solicitada, aunque fuera una injuria
dudar de la fidelidad de los sacerdotes a su
soberano. Fue en esa ocasión cuando monseñor
Fransoni, obispo de Fossano, exclamó con razón:
Incidimus in tempora mala (Hemos llegado a tiempos
malos); preveía el porvenir y conocía la mala
disposición de los cortesanos. Realmente, éstos
habían infundido en el ánimo del rey la
desconfianza con monseñor Chiaverotti, arzobispo
de Turín, si bien nunca se llegó a una abierta
ruptura. Monseñor era extremadamente deferente con
su soberano, y Carlos Félix, obsequioso con la
autoridad eclesiástica, se sentía profundamente
cristiano: en muchísimas circunstancias fue
benemérito de la Iglesia, y en otras supo moderar
las intenciones de sus ministros, que no eran tan
delicados como él en respetar sus derechos. Con
todo, no fue constante
en mantener algunos de éstos: había sido
restablecida en 1814 la triple inmunidad
eclesiástica, pero como resultaba odiosa para los
innovadores, duró poco su vigencia. Y así, a
instancias del Rey, permitió Roma a los
eclesiásticos, en 1823, presentarse como testigos,
si eran citados, en los tribunales laicos, tanto
para las causas civiles como para las criminales;
desde luego, con ciertas limitaciones que dejaban
a salvo la dignidad eclesiástica. Pero el
carácter sacerdotal, el oficio de pastor, de
confesor, de confidente natural del pueblo,
((**It1.92**))
no merecía acaso un privilegio especial, por el
bien que se derivaba para todos, eximiendo al
sacerdote de todo papel odioso? Los ministros
quisieron también, en 1824, someter a la revisión
(**Es1.89**))
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