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Otro compañero suyo por aquellos lugares de
pastoreo, un tal Segundo Matta, criadillo en una
de las granjas de los alrededores, y de su misma
edad, bajaba de la colina todas las mañanas,
llevando la vaca de su amo. Iba provisto de una
rebanada de pan negro para desayunar. Juan, en
cambio, tenía entre sus manos, y lo mordisqueaba
un pedazo de pan blanquísimo que mamá Margarita
nunca dejaba que faltara a sus queridos hijos. Un
buen día dijo Juan a Matta:
-Quieres hacerme un favor?
-Con mucho gusto, respondió el compañero.
-Quieres que cambiemos el pan?
-Por qué?
-Porque tu pan debe ser mejor que el mío y me
gusta más. -Matta, en su sencillez infantil, creyó
que a Juan le parecía realmente más gustoso su pan
negro, y agradándole a él el pan blanco del amigo,
aceptó el cambio de buena gana. Desde aquel día,
durante dos primaveras enteras, siempre que se
encontraban por la mañana en el prado, se
cambiaban el pan. Matta, cuando fue mayor y
reflexionó sobre este hecho, lo refería muchas
veces a su sobrino don Segundo Marchisio,
salesiano, haciéndole notar que el ((**It1.90**)) móvil de
Juan para hacer aquel cambio no podía ser sino el
espíritu de mortificación, puesto que su pan negro
no era precisamente ninguna golosina.
Aquella especie de soledad invitaba a Juan a
rezar. Lo había
aprendido de su madre; ella, además de las
oraciones prescritas por
la costumbre, que solía rezar de rodillas con el
mayor recogimiento,
seguía durante la jornada, en medio de las más
variadas ocupaciones,
murmurando palabras de afecto hacia Dios. Todos
los que conocieron a Juan de niño, atestiguan su
amor a la oración y su gran devoción a la Virgen
Santísima. El santo rosario debía serle familiar,
puesto que desde los primeros tiempos del Oratorio
hasta los últimos años de su vida, quiso que
indefectiblemente lo rezaran los jóvenes cada día:
nunca admitió que pudiera haber una razón para
dispensar a una comunidad de rezarlo. Para él, era
una práctica de piedad necesaria para llevar una
vida virtuosa, como el pan cotidiano para
conservarse fuerte y no morir. Además del rosario,
cuando la campana de Morialdo tocaba al Angelus
Domini, se descubría la cabeza y se arrodillaba
para saludar a su madre celestial. Juan Filippello
añadía que era tal su gusto por la piedad, que con
frecuencia, se oía resonar por la colina su
argentina voz entonando canciones sagradas.
La oración unida al trabajo conserva la pureza
del alma; de aquí(**Es1.88**))
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