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amontonando a algunos viejos que, por aquellos
tiempos, aun llevaban una larga coleta, lustrosa y
atada con una cinta, le decían:
-íMamá!, mire a Santiago (era el buen vejete,
el Néstor de la aldea): cuándo nos hará a nosotros
una trenza sobre las espaldas?
-Vosotros ya tenéis bastante con los rizos, con
lo que el buen
Dios os ha querido adornar. Os gusta ir guapos,
verdad?
-íClaro que sí!
-Pues escuchadme. Sabéis por qué os pongo estos
trajes tan bonitos?
Porque hoy es domingo; y es muy justo que mostréis
externamente la alegría que debe sentir todo
cristiano en este día; y también porque deseo que
la limpieza del vestido sea imagen de la hermosura
de vuestra alma. De qué serviría ir bien vestidos,
si el alma estuviera manchada con el pecado?
Procurad, por tanto, merecer las alabanzas de Dios
y no las de las hombres, que sólo sirven para
haceros ambiciosos y soberbios. Dios no tolera a
los ambiciosos y soberbios, y los castiga. Os han
dicho que parecéis ángeles: pues bien, ángeles
tenéis que ser siempre, especialmente ahora que
vamos a la iglesia; ángeles de rodillas, sin
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mirar a un lado y a otro, sin charlar, y rezando
con las manos juntas. Jesús estará contento al
veros tan devotos delante del sagrario y os
bendecirá.
Con estas lecciones de limpieza y buena
compostura les acostumbró a saber respetarse a sí
mismos y a los demás. Juán llegó a tener tanto
cuidado de la limpieza de sus vestidos que, aún en
edad avanzada, no se le veía una mancha, a costa
del trabajo de revisar con frecuencia su sotana y
su balandrán, lo que le permitía poder entrar en
cualquier palacio, casa o lugar, donde era bien
recibido hasta por las personas más exigentes. El
orden externo en su persona era el indicio del
orden admirable que reinaba en su alma.
Margarita de preocupaba de que sus hijos se
acostumbrasen a obrar siempre con reflexión, poque
el descuido, aun sin culpa, es fuente de daños
morales y materiales. Tenía Juan ocho años, cuando
un día, mientras su madre había ido a un pueblo
cercano para sus asuntos, quiso alcanzar algo que
estaba colocado en un sitio alto. Como no llegaba,
puso una silla y, subido en ella, chocó con la
aceitera. La aceitera cayó al suelo y se rompió.
Lleno de confusión, trató el niño de poner remedio
a la fatal desgracia fregando el aceite derramado;
pero, al darse cuenta de que no lograba quitar la
mancha y el olor, pensó cómo evitar a su madre
aquel disgusto. Cortó una vara del seto vivo, la
preparó bien, escamondó con gracia la corteza y la
adornó con dibujos lo mejor que supo. Al llegar la
hora en que sabía que tenía que volver su madre,
corrió a su encuentro hasta el fondo(**Es1.74**))
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