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((**Es1.70**) Este respeto a la abuela se lo exigía también Margarita a sus hijos; un respeto sin medida y en todo. Solía decirles: -Debéis obedecer a vuestra abuela más que a mí. -Y era inexorable, si sucedía que le faltaban al respeto o la desobedecían. Aunque era muy suave con los hijos, sin embargo, nunca se ponía de su parte y en contra de la buena anciana; jamás les daba a ellos la razón, si la abuela les echaba la culpa. Castigo que ella impusiera, era castigo correcto; no se dio el caso de que Margarita lo levantara, lo disminuyera, o tratara de contraponer una inconsiderada bondad a la momentánea severidad de la abuela. Esta perfecta armonía era necesaria para la buena aducación de los niños, pues toda la administración de la casa recaía sobre mamá Margarita. A ella sola tocaba cuidarse del cultivo de la finca, de las compras y las ventas. Con ánimo varonil atendía a los trabajos del campo, reservados a las mujeres y se sometía con gusto ((**It1.67**)) a los más pesados y fatigosos propios de los hombres. Su hermano Miguel no rehusaba ayudar a su hermana; pero, a veces, aunque llamado por ella, no podía acudir por impedírselo sus propios quehaceres. En tales casos Margarita dallaba, araba y sembraba, segaba las mieses, las agavillaba, las cargaba en el carro, las llevaba a la era; formaba los montones, trillaba y metía la cosecha en el granero. Se ponía a la cabeza de los jornaleros contratados, los cuales quedaban medio muertos con su ejemplo, al no querer dejarse vencer por una mujer. Antonio no solía ayudar demasiado en estos trabajos. Por esto, le tocaba a Margarita tener que estar mucho tiempo fuera de casa; pero estaba tranquila, porque sabía que sus hijos quedaban a buen recaudo. Contaba con la buena ayuda de la abuela para su educación y con su corazón dispuesto a secundarla en todo y con los mismos medios. Ya hemos dicho que Margarita había encontrado en aquella casa el mismo sistema de educación con el que ella había sido educada. Así, pues, la abuela, clavada frecuentemente en su sillón, disponía y ordenaba todo sólo con la voz; los nietos tenían con ella las mayores atenciones. Su más mínimo deseo resultaba para ellos una ley inviolable. Era una mujer de trato extremadamente suave y de corazón sensible hasta el extremo, pero tenía, a la par, una firmeza inflexible y sin igual para exigir al que hubiera faltado que reconociese su culpa. Si cualquier nieto cometía una falta, en ausencia de la madre, no hacía la vista gorda, no transigía, sino que le llamaba por su nombre y le decía: -Ven y tráeme la vara.(**Es1.70**))
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