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Este respeto a la abuela se lo exigía también
Margarita a sus hijos; un respeto sin medida y en
todo. Solía decirles: -Debéis obedecer a vuestra
abuela más que a mí. -Y era inexorable, si sucedía
que le faltaban al respeto o la desobedecían.
Aunque era muy suave con los hijos, sin
embargo, nunca se ponía de su parte y en contra de
la buena anciana; jamás les daba a ellos la razón,
si la abuela les echaba la culpa. Castigo que ella
impusiera, era castigo correcto; no se dio el caso
de que Margarita lo levantara, lo disminuyera, o
tratara de contraponer una inconsiderada bondad a
la momentánea severidad de la abuela.
Esta perfecta armonía era necesaria para la
buena aducación de los niños, pues toda la
administración de la casa recaía sobre mamá
Margarita. A ella sola tocaba cuidarse del cultivo
de la finca, de las compras y las ventas. Con
ánimo varonil atendía a los trabajos del campo,
reservados a las mujeres y se sometía con gusto
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a los más pesados y fatigosos propios de los
hombres. Su hermano Miguel no rehusaba ayudar a su
hermana; pero, a veces, aunque llamado por ella,
no podía acudir por impedírselo sus propios
quehaceres. En tales casos Margarita dallaba,
araba y sembraba, segaba las mieses, las
agavillaba, las cargaba en el carro, las llevaba a
la era; formaba los montones, trillaba y metía la
cosecha en el granero. Se ponía a la cabeza de los
jornaleros contratados, los cuales quedaban medio
muertos con su ejemplo, al no querer dejarse
vencer por una mujer. Antonio no solía ayudar
demasiado en estos trabajos. Por esto, le tocaba a
Margarita tener que estar mucho tiempo fuera de
casa; pero estaba tranquila, porque sabía que sus
hijos quedaban a buen recaudo. Contaba con la
buena ayuda de la abuela para su educación y con
su corazón dispuesto a secundarla en todo y con
los mismos medios. Ya hemos dicho que Margarita
había encontrado en aquella casa el mismo sistema
de educación con el que ella había sido educada.
Así, pues, la abuela, clavada frecuentemente en
su sillón, disponía y ordenaba todo sólo con la
voz; los nietos tenían con ella las mayores
atenciones. Su más mínimo deseo resultaba para
ellos una ley inviolable. Era una mujer de trato
extremadamente suave y de corazón sensible hasta
el extremo, pero tenía, a la par, una firmeza
inflexible y sin igual para exigir al que hubiera
faltado que reconociese su culpa. Si cualquier
nieto cometía una falta, en ausencia de la madre,
no hacía la vista gorda, no transigía, sino que le
llamaba por su nombre y le decía:
-Ven y tráeme la vara.(**Es1.70**))
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