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que estaba bien o mal en sus acciones y, en
consecuencia, a evitar en
adelante los defectos en que habían incurrido.
Después de las observaciones y de los elogios, al
fin les daba en premio un trozo de pan
bendito, que ellos se comían en seguida, con
avidez y con toda devoción.
Por un estilo semejante les interrogaba al
tropezarse con ellos, después de haber estado sin
verles, aunque fuera una sola hora, bien por
haberse tenido que ir al campo, bien porque los
hijos se hubieran alejado de casa por cualquier
motivo; el fruto de tales preguntas era un aviso o
un consejo ya a uno, ya a otro de sus queridos
hijos. Esta prudente manera de actuar la continuó
hasta que llegaron a ser hombres hechos y
derechos.
Los hijos, educados de este modo, crecían
buenos, formales, circunspectos en lo que hacían;
y si alguna vez se descuidaban, eran los
primeros en darse cuenta de ello, reconocer su
culpa y prestar más
atención en lo sucesivo. Por otra parte, Juan ,
que rumiaba en el corazón
las palabras de su madre y grababa en la mente sus
ejemplos, hacía suyo, para el futuro, sin
advertirlo, aquel óptimo sistema de cariño y
sacrificio en la educación. El espíritu de fervor
y caridad, ((**It1.56**))
inspirador de los libros sapienciales, entre las
dulcísimas invitaciones
con que trata de atraer a sí la filial atención de
las almas, interrumpiendo la serie de sus
enseñanzas, dice estas preciosas palabras:
<>. Don Bosco hizo
suyo este lema y se lo hemos oído repetir mil
veces, invitándoles al bien.
Hemos visto reproducida en él heroicamente
aquella vigilancia continua, aquel amor para estar
lo más posible con sus jovencitos, aquella
paciencia para escuchar cuanto se le decía y
aquellas preguntas
solícitas y prudentes con las que invitaba a sus
amigos a darle cuenta de su conducta, como lo
había aprendido de su querida madre.
//1 Prov.,XXIII,26.(**Es1.62**))
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