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y la iglesia de San Francisco de Asís la fiesta de
nuestra Señora de las Gracias, allí honrada desde
muy antiguo, y puedo llamarlo verdaderamente el
día más hermoso de mi vida. En el momento de
aquella inolvidable misa procuré recordar
devotamente a todos mis profesores, bienhechores
espirituales y temporales, y de modo más señalado
a don Calosso, al que siempre recordé como grande
e insigne bienhechor. Es piadosa creencia que el
Señor concede infaliblemente la gracia que el
nuevo sacerdote pide al celebrar la primera Misa:
yo le pedí fervorosamente la eficacia de la
palabra, para poder hacer el bien a las almas. Me
parece que el Señor oyó mi humilde plegaria>>.
Don Bosco, en su humildad, dice sencillamente
me parece; pero todos los que le conocieron,
pudieron comprobar que obtuvo con maravillosa
abundancia la gracia solicitada. En el curso de su
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ministerio, ya en privado, ya en público, ya sea
hablando, como predicando, y confesando, se
adueñaba de los corazones, hasta llevarlos a Dios
y excitarlos a generosas y virtuosas resoluciones,
sembrando en muchos el germen de una sólida
santidad, fecunda en grandes obras. Con su palabra
hechizaba, podríamos decir, a los muchachos: hacia
buenos a los malos, y encaminaba a los buenos
hacia la perfección, proponiéndoles especialmente
la imitación de San Luis Gonzaga, que les había
designado como protector. Muchas, muchísimas veces
una simple palabra suya obraba portentos,
cambiando de repente voluntades y suscitando
maravillosas vocaciones religiosas.
Y >>cómo podía ser de otro modo, teniendo en
cuenta que, a más del valor intrínseco del
incruento Sacrificio, a más de la indudable
conveniencia de la gracia necesaria para la
sublime misión que el Divino Redentor le había
destinado, don Bosco había celebrado los santos
misterios con un ardimiento de fe, esperanza y
caridad, que sólo se alberga en el corazón de los
más íntimos amigos de Dios? Y es prueba bien clara
de ello el amor de serafín con que continuó
celebrando la santa misa hasta el fin de su vida.
Son muchísimos los que nos afirmaron esto que, por
otra parte, nosotros mismos habíamos comprobado
día a día. Hemos asistido muchas veces a su misa,
pero siempre se apoderaba de nosotros en aquel
momento un suave sentimiento de fe, al observar la
devoción que se traslucía en todo su exterior, la
exactitud en cumplir las sagradas ceremonias, el
modo de pronunciar las palabras y la unción con
que acompañaba sus oraciones. Y la edificante
impresión que se recibía no se borraba ya más. A
dondequiera que se trasladase, aún fuera de
Italia, bastaba se supiera la hora y el lugar
donde don Bosco celebraba, para que se
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