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Los elogios que don Bosco hace de José Burzio
redundan en su gloria, no sólo porque reflejan su
propia vida, sino también porque nos recuerdan la
intimidad que Burzio tuvo con Juan y la veneración
que le tenía, hasta el punto de que, con mucho
placer, hubiera querido que también él entrara en
el Instituto de los Oblatos de María. En efecto,
don Bosco buscaba siempre una orden religiosa a la
que poder dar su nombre. Le parecía que el Señor
le llamaba a ese estado. Deseaba ardientemente ser
religioso para obedecer: la idea de ser libre y
mucho más la de mandar le aterrorizaba. Por eso
hablando con frecuencia sobre la vocación
religiosa ((**It1.512**)) con
Burzio, con quien tenía mucha confianza, éste
suscitó en su corazón cierto deseo de hacerse
también Oblato. Y habiendo ido algunas veces a
Turín para visitar al amigo en el convento de la
Consolata, entregado a los Oblatos por monseñor
Fransoni el 1833, y rezar en aqeulla iglesia tan
célebre por la devoción de los turineses, Burzio
le puso en relación con sus superiores, que
trataban de ganárselo y le escribieron a ese
propósito; pero él no se resolvió a secundar su
invitación.
Con todo continuaron sus amigables relaciones
con el P. Félix Giordano, el cual en una carta de
1888 a don Miguel Rúa manifestaba su amor,
adhesión y veneración por su antiquísimo amigo don
Bosco; igualmente con los padres Balma y
Barchialla, que fueron después Arzobispos de
Cágliari, y con el padre Dadesso y otros oblatos.
Tuvo, pues, ocasión de conocer a fondo la
historia, el espíritu, y las reglas de este
instituto. Su fundador Pío Brunone Lanteri,
falleció en 1830. Fue de un celo infatigable por
la salvación de las almas; fundador de piadosas
asociaciones muy florecientes, encaminadas todas a
poner un dique al mal que serpenteaba por
doquiera, a educar a la juventud piamontesa en los
sanos principios de la fe y la moral y en la
devoción a la causa monárquica; a difundir
ampliamente libros de sana doctrina y de piedad
cristiana. Fue un santo ministro del Señor, cuyo
amor al Papa era vida de su vida. Durante todo el
tiempo que Pío VII estuvo prisionero en Savona, él
con gran peligro suyo, transmitía ocultamente al
Pontífice documentos importantísimos para el
gobierno de la Iglesia y generosos donativos que
recogía en Turín; caído en sospecha de la policía
napoleónica sufrió dos minuciosas inspecciones
domiciliarias, aunque sin resultado, y
confinamiento de cuatro años en su quinta de
Bardassano. Fue un escritor docto y popular que
difundió entre el pueblo muchos opúsculos,
impresos o en copias cuando no ((**It1.513**)) era
prudente mandarlos imprimir, para mantener vivo en
los fieles el amor, la veneración, la obediencia
al Papa, haciendo conocer su dignidad, sus
prerrogativas
(**Es1.407**))
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