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Como Dios quiso, preparó la cena, cenaron y luego
fueron a acostarse. Había dos camas en la misma
habitación, pero sólo con sábanas y colcha. Los
dos compañeros se acostaron; el aire de la montaña
en aquella estación no era, por cierto, templado.
El frío no les dejaba dormir, de modo que al cabo
de un rato preguntó el uno al otro: ->>Duermes? -Y
el otro respondió: ->>Estás despierto? ->>Hace
calor? ->>Hace frío? -íDuerme, si puedes!
-íDescansa, sí eres capaz! - Y llegaron las
carcajadas. El párroco que oyó el diálogo, se
levantó, tomó unas mantas y se las echó encima.
Tan sólo al amanecer empezaron a entrar en calor y
conciliar el sueño.
Don Bosco contó muchas veces a sus jóvenes esta
famosa excursión, amenizando la narración; pero
calló una circunstancia que nos fue descubierta
por su amigo don Giacomelli; a saber, que los dos
párrocos, en cuya casa se alojó, al oírle hablar
con tanta precisión, sensatez y erudición,
acabaron diciendo: -Este seminarista llegará a ser
algo grande, algo extraordinario.
No nos parece fuera de propósito añadir que don
Bosco, tanto entonces como después, en las muchas
casas donde hubo de hospedarse, nunca manifestó
descontento, pretensiones o disgusto. Para él todo
estaba bien. Descortesías, olvidos, imprevistos,
descuidos, incomodidades, habitaciones calurosas
en verano o sin calefacción en lo más crudo del
invierno, tardanza en preparar la comida,
alimentos que no convenían a su estómago,
conversaciones hasta muy tarde estando cargado de
sueño, todo lo recibía bien, sin manifestar jamás
hastío o impaciencia ((**It1.499**)) o dejar
escapar una palabra de queja. Siempre del mismo
talante, no desaparecía de sus labios la sonrisa
afectuosa, que manifestaba su completa
satisfacción, igual que solía hacer cuando era
recibido por sus bienhechores y amigos con
exquisitas atenciones y larguezas. Atribuía
siempre a caridad cristiana cuanto por él se hacía
y su conversación, siempre amena y con un fin
espiritual, sus cordiales palabras de
agradecimiento y las promesas de oraciones,
mantenían vivo en sus huéspedes el deseo de
recibirlo otras veces.
A la vuelta de esta excursión le tocó a Juan ir
a Bardella, con su párroco, para prestar el
servicio de subdiácono en aquella iglesia el día
de la fiesta. Había además aquel año un banquete
nupcial, al que asistieron el párroco y el prioste
de la fiesta; pero Juan, fiel a su propósito, se
volvió a casa. Terminado el banquete, con el
desorden y alboroto de costumbre, fue invitado el
párroco a ir a casa del prioste. Allí fue, mas he
aquí que sufrió un síncope la esposa, y se cambió
en luto la alegría general. Se prestaron todos los
auxilios posibles, pero
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