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pues no quería presenciar el fracaso oratorio del
amigo. Pero pronto cobró ánimo, al oír la expedita
exposición, el orden y la fuerza de los argumentos
del orador. Cuando Juan bajó del púlpito, don
Pautasso se le acercó y le dijo: -Mirabilia
fecit-.
Terminada la fiesta del Rosario, los dos amigos
se dirigieron al Monasterio de San Miguel, que se
eleva sobre el monte Pirchiriano, a 877 metros de
altura, y desde cuya cima se divisa de un sólo
golpe todo el valle de los Alpes Cotios y casi
todo el Piamonte. Por invitación del rey Carlos
Alberto y con aprobación del papa Gregorio XVI se
había establecido allí, en 1836, un buen número de
padres del Instituto de la Caridad, fundado en
1831, en odossola, por el célebre Antonio Rosmini
y aprobado después por la Santa Sede en 1839.
Estos buenos religiosos, atendían al culto de la
antigua iglesia y predicaban con celo apostólico
por las parroquias del valle de Susa y de los
confines de Turín. Giacomelli llevó a su amigo a
visitar los restos colosales de la magnífica
Abadía de los Benedictinos, el majestuoso templo
gótico y las tumbas de algunos antiguos príncipes
de Saboya. Fueron recibidos con toda cortesía por
aquellos buenos padres; y entre ellos y ((**It1.496**)) Juan se
estableció una relación, que jamás se rompería. El
padre Flecchia, todavía joven, que vivió hasta más
allá de los noventa años y los otros padres fueron
siempre fervorosos amigos de don Bosco y de sus
obras. La divina Providencia le había encaminado
hasta allí, como veremos, para que tuviera ocasión
de estudiar una nueva forma del voto de pobreza,
con la que dejar exenta de las leyes de
confiscación a la Congregación Salesiana, que más
adelante había de fundar. Parece que algo así
brilló ya entonces en su mente, como él mismo
varias veces nos lo manifestó.
Tal vez tuvo la misma intuición de San Pablo de la
Cruz, que, al parecer, previó el saqueo de los
bienes eclesiásticos que la revolución tenía
preparado.
Bosco y Giacomelli, al bajar de aquella altura,
tomaron el camino de Coazze, situado en medio de
los Alpes y donde era párroco don Peretti, primo
de Giacomelli. Los dos seminaristas iban tan
desfigurados con el sudor, el polvo y el
cansancio, que los chicos de las aldeas por donde
pasaban, huían amedrentados. Llegaron a Coazze a
las diez de la noche, sin poder tenerse en pie.
Reinaba en el pueblo el más profundo silencio y
las puertas y ventanas de la casa parroquial
estaban cerradas. Tiraron de la campanilla. Nadie
respondía. Repitieron la llamada, y después de una
larga espera, abrióse una ventana, oyéronse unas
palabras sin ver a nadie, y volvió a cerrarse.
Entretanto el aire de la montaña empezaba a secar
el sudor de su
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