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muerte y la sepultura de cada individuo, lo mismo
que las alegrías, los dolores y las miserias están
siempre unidas al recuerdo del buen Pastor. El
conoce los secretos de todos y su ministerio
divino le coloca por encima de todos. La muerte de
un párroco se siente como la pérdida del jefe de
familia y troncha relaciones, confidencias,
asuntos delicadísimos, a veces, de forma
irreparable.
Dado lo aciago de los tiempos, los cristianos
más fervorosos pensaban quién podría ser el
sucesor del vicario difunto. Ya había sido
promulgado el nuevo código, compilado por
Napoleón, ((**It1.27**)) al cual
él mismo llamaba arma poderosa contra la Iglesia.
En Italia surgían
por todas partes y se propagaban las logias
masónicas, favorecidas
por el gobierno imperial. Se dispersaba a los
religiosos; se cerraban
los conventos, a los que acudían los fieles con
tanta confianza; se
confiscaban y vendían los bienes eclesiásticos.
Los desórdenes morales crecían en las poblaciones
y no surgía casi ninguna vocación eclesiástica. La
libertad de culto concedía al error los mismos
derechos irrenunciables que a la verdad; se
abolían las inmunidades
eclesiásticas; se prescribía en los seminarios la
enseñanza de las máximas galicanas, que atentaban
contra los sagrados derechos del
Romano Pontífice; leyes especiales y severísimas
se dictaban contra
los miembros del clero que desaprobaban algún acto
del Gobierno; los obispos eran considerados como
servidores del Emperador y se sustraían de su
vigilancia las escuelas, para que las mentes
juveniles fueran empapándose de los ideales e
intenciones políticas y de las aberraciones
religiosas de quién regía el Estado. Pío VII
seguía prisionero en Sanova. Además de estas
dificultades de orden general, había otras
inherentes al oficio del párroco, que había de ser
hombre de gran prudencia y celo apostólico. Se le
obligaba a difundir y explicar un catecismo
complicado por orden de Napoleón para todas las
diócesis del Imperio: catecismo lleno de
inexactitudes, de máximas heréticas, de añadiduras
taimadas, con no pocas omisiones; catecismo que
indirectamente atribuía al Soberano autoridad, aun
en materia religiosa. El párroco no podía
predicar, ni directa ni indirectamente, contra
otros cultos autorizados por el Estado. Se le
prohibía bendecir el matrimonio de quien no lo
hubiera contraído
antes civilmente. Los mienbros de la
administración de los bienes
parroquiales necesitaban la aprobación por parte
del gobierno. El
obispo, si bien consevaba el derecho de nombrar e
instituir al párroco, no tenía poder para darle la
institución canónica, antes de que el
nombramiento, mantenido en secreto, no hubiera
sido presentado ((**It1.28**)) a la
aprobación imperial, a través del ministro del
culto.(**Es1.39**))
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