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((**Es1.382**) continuaron los años siguientes en Turín y Génova, y acabaron en Casale el 1847, promovidos por los jefes de la revolución, para reunirse sin llamar la atención de los defensores del orden. Mientras los sabios disputaban ingenuamente sobre ciencias, artes, y agricultura, los sectarios de las varias facciones confabulaban ocultamente entre sí, y preparaban los medios para proclamar la república en Italia en un futuro no lejano, empezando por echar abajo el trono del Pontífice1. Y los príncipes italianos engañados, que al menor susurro de las hojas paracían tener usurpaciones papales contra sus derchos cesáreos, protegían, alababan y ayudaban estso congresos. Solamente el Papa Gregorio XVI, que leía en el interior de las cosas más secretas, se demostró contrario a ellos y, como previendo el porvenir, ponía en guardia a los príncipes al aprobar el respeto que, desde tiempo inmemorial, tributaba el pueblo piamontés a los reyes Humberto y Bonifacio de Saboya. Estos se habían ganado la aureola inmortal de la Iglesia dando a Dios lo que es de Dios; el cual, como rey de reyes y Señor de los que dominan, ha transmitido por medio de Jesucristo para siempre a la Iglesia, esto es a su reino sobre la tierra, todos los pueblos en herencia y dominio2, ordenándole que los instruya, los bautice y los enseñe a cumplir todo lo que El ha mandado3. De modo que el príncipe cristiano está en la Iglesia, no sobre la Iglesia, a la cual debe respeto y obediencia en todo lo espiritual y moral y lo que forma su trabazón divina y humana. La Iglesia abraza todos los reinos, y los estados católicos están en la Iglesia presidida por el ((**It1.478**)) Pontífice de Roma con plena autoridad. En el conflicto sobre las dos autoridades hay que obedecer a Dios antes que a los hombres4. Este fausto acontecimiento y su profundo significado fue celebrado por orden de monseñor Fransoni en la catedral de Turín, con un triduo de fiestas solemnísimas durante los días veintiocho, veintinueve y treinta de junio en honor de los Beatos de la Casa de Saboya. El magnánimo rey Carlos Alberto no desmerecía de sus abuelos: amaba a la Iglesia. Aunque aspiraba a ceñir la corona de Italia, aunque conocía y hasta solicitaba y aprobaba para su fin las malas artes de los liberales esparcidos por varios Estados y preparaba las armas para la guerra de la independencia, no entraba en sus planes inferir injuria alguna al Pontificado Romano. Había admitido 1 PREDARI, I primi vagiti della Libert… in Piamonte, pág. 126. Milán, 1861. 2 Salmo, II, 8. 3 Mat., XXVIII, 18. 4 Hechos Ap., V, 29. (**Es1.382**))
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