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continuaron los años siguientes en Turín y Génova,
y acabaron en Casale el 1847, promovidos por los
jefes de la revolución, para reunirse sin llamar
la atención de los defensores del orden. Mientras
los sabios disputaban ingenuamente sobre ciencias,
artes, y agricultura, los sectarios de las varias
facciones confabulaban ocultamente entre sí, y
preparaban los medios para proclamar la república
en Italia en un futuro no lejano, empezando por
echar abajo el trono del Pontífice1. Y los
príncipes italianos engañados, que al menor
susurro de las hojas paracían tener usurpaciones
papales contra sus derchos cesáreos, protegían,
alababan y ayudaban estso congresos. Solamente el
Papa Gregorio XVI, que leía en el interior de las
cosas más secretas, se demostró contrario a ellos
y, como previendo el porvenir, ponía en guardia a
los príncipes al aprobar el respeto que, desde
tiempo inmemorial, tributaba el pueblo piamontés a
los reyes Humberto y Bonifacio de Saboya. Estos se
habían ganado la aureola inmortal de la Iglesia
dando a Dios lo que es de Dios; el cual, como rey
de reyes y Señor de los que dominan, ha
transmitido por medio de Jesucristo para siempre a
la Iglesia, esto es a su reino sobre la tierra,
todos los pueblos en herencia y dominio2,
ordenándole que los instruya, los bautice y los
enseñe a cumplir todo lo que El ha mandado3. De
modo que el príncipe cristiano está en la Iglesia,
no sobre la Iglesia, a la cual debe respeto y
obediencia en todo lo espiritual y moral y lo que
forma su trabazón divina y humana. La Iglesia
abraza todos los reinos, y los estados católicos
están en la Iglesia presidida por el ((**It1.478**))
Pontífice de Roma con plena autoridad. En el
conflicto sobre las dos autoridades hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres4.
Este fausto acontecimiento y su profundo
significado fue celebrado por orden de monseñor
Fransoni en la catedral de Turín, con un triduo de
fiestas solemnísimas durante los días veintiocho,
veintinueve y treinta de junio en honor de los
Beatos de la Casa de Saboya. El magnánimo rey
Carlos Alberto no desmerecía de sus abuelos: amaba
a la Iglesia. Aunque aspiraba a ceñir la corona de
Italia, aunque conocía y hasta solicitaba y
aprobaba para su fin las malas artes de los
liberales esparcidos por varios Estados y
preparaba las armas para la guerra de la
independencia, no entraba en sus planes inferir
injuria alguna al Pontificado Romano. Había
admitido
1 PREDARI, I primi vagiti della Libert… in
Piamonte, pág. 126. Milán, 1861.
2 Salmo, II, 8.
3 Mat., XXVIII, 18.
4 Hechos Ap., V, 29.
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