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que nos podía suceder en cualquier momento, esto
es, de nuestra separación cuando llegara la
muerte. Un día, recordando lo que habíamos leído
en algunas biografías de santos, decíamos, medio
en broma medio en serio, que nos podría ser de
gran consuelo, si el primero de los dos que fuera
llamado a la eternidad, hiciera saber al otro en
dónde se hallaba. Renovando a menudo esta
conversación, nos prometimos recíprocamente rezar
el uno por el otro y que el primero que muriera
daría noticias de su salvación al compañero
sobreviviente. No me daba yo cuenta de la
importancia de una promesa tal, confieso que hubo
en ello mucha ligereza, y jamás aconsejaría que
otros lo hicieran; con todo, entre nosotros
aquella sagrada promesa se tuvo siempre como algo
serio que había que cumplir. A lo largo de la
enfermedad de Comollo, se renovó varias veces el
pacto, poniendo siempre la condición de, si Dios
lo permitiese y fuera de su agrado. Las últimas
palabras de Comollo y su última mirada me
aseguraban que se cumpliría el pacto.
>>Algunos compañeros estaban en el secreto y
deseaban verdaderamente que se verificara. Yo
estaba con ansias, porque esperaba con ello un
gran alivio en mi desconsuelo. ((**It1.472**))
>>Era la noche del tres al cuatro de abril, la
noche siguiente al día de su entierro, y yo
descansaba, juntamente con otros veinte alumnos
del curso teológico en el dormitorio que da al
patio por el lado de mediodía. Estaba en la cama,
pero no dormía; pensaba precisamente en la promesa
que nos habíamos hecho; y como si adivinara lo que
iba a ocurrir, era presa de un miedo terrible.
Cuando he aquí que, al filo de la medianoche,
oyóse un sordo rumor en el fondo del corredor;
rumor que se hacía más sensible, más sombrío, más
agudo a medida que avanzaba. Semejaba el ruido de
un gran carro con muchos caballos, o de un tren en
marcha, o como del disparo de cañones. No sé
expresarlo, sino diciendo que formaba un conjunto
de ruidos tan violentos y daba un miedo tan grande
que cortaba el habla a quien lo percibía. Al
acercarse a la puerta del dormitorio, dejaba tras
sí en sonora vibración las paredes, las bóvedas y
el pavimento del corredor, hasta el punto de que
parecía estar hecho todo con planchas de hierro,
sacudidas por portentísimos brazos. No podía
apreciarse a qué distancia avanzaba aquello; se
producía una incertidumbre como la que deja una
locomotora, cuyo punto de recorrido no se puede
conocer, si se juzga solamente por el humo que se
eleva por los aires.
>>Los seminaristas de aquel dormitorio se
despiertan, mas ninguno puede articular palabra.
Yo estaba petrificado por el miedo. El
(**Es1.378**))
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