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volvía en sí enseguida, y jovial y sonriente
respondía: -Por Jesús Crucificado-.
>>En semejante estado, sin proferir siquiera un
lamento a causa de la intensidad del dolor, pasó
la noche entera y casi todo el día siguiente. De
cuando en cuando se ponía a cantar con voz
perfectamente normal y tan entonada que se le
hubiera creído en perfecta salud. Cantaba el
Miserere, las Letanias de la Virgen, el Ave maris
stella y cantos espirituales. Pero, dado que el
cantar le fatigaba, se probó sugerirle alguna
jaculatoria; de este modo dejaba el canto y
recitaba lo que se le sugería.
>>A las siete de la tarde del día uno de abril,
como empeorase a ojos vistas, el director
espiritual estimó oportuno administrarle los
Santos Oleos. El, que poco antes parecía agonizar,
se reanimó completamente. Respondió a todas las
oraciones y preces del ritual. Lo mismo sucedió a
las once y media, cuando el señor canónigo
Sebastián Mottura, al observar que un frío sudor
iba cubriendo su pálido rostro, le impartió la
bendición papal.
>>Después de administrarle todos los auxilios
de nuestra santa religión, ya no parecía un
enfermo, sino una persona que estaba ((**It1.468**))
descansando en cama. Se mostraba completamente
dueño de sí mismo, sosegado, tranquilo, muy
alegre. No hacía más que musitar jaculatorias a
Jesús Crucificado, a María Santísima y a los
santos; tanto que el señor rector hubo de decir:
-No necesita que le recomienden el alma; lo hace
por sí mismo. -A media noche, con voz robusta
entonó el Ave maris stella, y siguió hasta la
última estrofa sin parar, aunque los compañeros le
rogaban que no se cansara. Estaba tan absorto en
sí mismo, y en su rostro se reflejaba un aspecto
tal de paraíso que parecía un ángel. Preguntado
por un compañero: -Qué es lo que más te consuela
en este momento? -Haber hecho algo por amor de
María y haber frecuentado la santa comunión,
respondió.
>>A la una y media, después de ia medianoche
del dos de abril, aunque conservaba su
acostumbrada serenidad, de repente se le vio muy
decaído, hasta el punto que parecía fallarle la
respiración. Poco después se repuso un tanto,
recogió todas las fuerzas que le restaban y, con
voz entrecortada, con los ojos elevados al cielo,
prorrumpió en tales actos de amor y confianza en
María, que todos los presentes estaban conmovidos
hasta las lágrimas. Al ver que el pulso le
fallaba, me persuadí de que se acercaba el momento
en que debía abandonar el mundo y los compañeros y
así empecé a sugerirle cuanto se me ocurría en
circunstancias de tanta trascendencia. El, muy
atento a cuanto se le decía, con la sonrisa en los
labios, conservando
(**Es1.375**))
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