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un lado y a otro, como no queriendo que nadie le
oyera empezó a decirme en voz baja: -Hasta ahora
me daba miedo morir por temor a los juicios
divinos. Me aterrorizaban. Mas ahora estoy
tranquilo y nada temo por lo que, en confianza de
amigo, te voy a decir. Mientras me sentía
terriblemente agitado por temor al juicio de Dios,
me pareció ser llevado en un instante a un valle
grande y profundo, en el que lo desagradable del
ambiente y la furia del viento rendían las fuerzas
y el vigor de quien por allí acertase a pasar. En
la mitad del valle, había un profundo abismo a
modo de horno, del cual salían grandísimas
llamaradas. De cuando en cuando veía almas,
algunas de las cuales yo reconocí, que caían allí
dentro y, al caer, se levantaban a lo alto globos
inmensos de fuego y de humo... Espantado a tal
vista, me puse a gritar, por miedo a caer en aquel
espantoso abismo. Por eso me volví atrás para
huir, y he aquí que una turba de monstruos de
formas horribles y diversas intentaban empujarme
hacia aquel abismo... Entonces, cada vez más
aterrorizado, grité más fuerte sin saber lo que me
hacía, y me santigüé. A la vista de la señal de la
cruz aquellos monstruos intentaban inclinar la
cabeza, pero no podían, y se retorcían apartándose
de mí. Pero ni aún así podía huir y alejarme de
aquel funesto lugar; hasta que al fin, vi una
multitud de hombres armados, que a manera de
fuertes soldados venían en mi socorro. Acometieron
enérgicamente a los monstruos, de los cuales unos
quedaron despedazados, otros tendidos en tierra, y
otros huyeron precipitadamente. Libre ya del
peligro, me puse a caminar por aquel espacioso
valle, hasta llegar al pie de una alta montaña, a
la cual no se podía subir más que por una
escalera. Pero en todos los escalones de ésta
había unas grandes serpientes, dispuestas a
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a quien intentara subir. Sin embargo no había más
paso que aquél, y yo no me atrevía a avanzar por
miedo a ser devorado por las serpientes. Allí,
rendido por el cansancio y las angustias, privado
de fuerzas, estaba a punto de desfallecer cuando
una Señora, que yo creo era nuestra Madre común
vestida espléndidamente, me tomó de la mano y me
ayudó a ponerme de pie, diciéndome: -Ven conmigo.
Has trabajado por mi honor y me has invocado
muchas veces; es justo, pues, que ahora recibas la
debida recompensa. Las comuniones que has hecho en
mi honor merecen que salgas libre del peligro en
que te ha puesto el enemigo de las almas.
-Después, Ella me hizo señal de seguirla por
aquella escalera. Apenas ponía Ella el pie en los
escalones todas las serpientes volvían a otro lado
su mortífera cabeza, y no se volvían hacia
nosotros, sino cuando ya estábamos lejos de ellas.
Al llegar a la cima de la escala, me encontré en
un deliciosísimo jardín donde vi
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