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Juan lo escribió, se lo entregó y le sugirió lo
leyera antes de hacerlo en público. -íDéjalo de mi
cuenta! íya verás! - respondió el hombre. Llegó el
Obispo. El clero, el ayuntamiento y el vecindario
salieron a recibirlo a la entrada del pueblo.
Aunque el alcalde se había puesto sayo dominguero
y se había plantado en primera fila, el obispo,
que no le conocía, empezó a saludar al párroco que
le daba la bienvenida, dando la espalda al
representante de la población. Este manifestaba su
impaciencia con visajes en la cara y movimientos
de cabeza, y considerando poco honroso para su
alta dignidad el quedar a un lado, tomó el borde
de la capa del Obispo y tirando suavemente le
dijo: -Excelencia, íaquí está el alcalde! -El
Obispo se volvió hacia él: -íAh!, dónde está?
-íSoy yo! -íPerdone, señor alcalde! íNo le había
reconocido! -Y el alcalde, haciendo una reverencia
le dijo: -Si me lo permite, tengo algo que leerle
-íCon mucho gusto, oigamos! respondió el Obispo.
Se había preparado una tribuna con palos y ramaje
y allí llevaron al obispo para que se sentara con
el clero y otros señores del pueblo. El alcalde se
quedó de pie en medio. El pueblo, en silencio,
formaba un gran corro detrás de él. Con aire
magistral se caló las gafas, sonóse las narices,
metió la mano en un bolsillo, pero no encontró el
papel del soneto. Busca que busca por todos los
bolsillos y ínada! Su apuro ((**It1.440**))
empezaba a excitar la hilaridad del respetable
público y de la ínclita presidencia. El alcalde
miraba a uno y otro lado buacando al seminarista
Bosco, que se había retirado a un lado, tras el
clero, y con un gesto expresivo le dijo: -Qué
hacemos ahora? - Había sucedido que, mientras se
esperaba la llegada de Monseñor, el pobre hombre
se había retirado a preparar su lectura; pero, al
disparo de los morteretes, a los primeros vivas,
dejó sin darse cuenta el papel sobre la mesita de
la tribuna y corrió a colocarse en primera fila.
No se acordaba ahora de aquella circunstancia.
Pero Juan, que se encontraba cerca de la mesita,
vió el papel, fue a tomarlo y se lo entregó. El
alcalde respiró: tomó un aspecto imponente,
escupió en el suelo, se limpió la boca y empezó.
Para su desgracia el papel estaba doblado y el
soneto estaba escrito en la cara interior
izquierda, mientras en la derecha aparecía la
firma del lector. Así lo había dispuesto todo el
clérigo Bosco. Pero el alcalde, después de haber
desdoblado el papel de modo que se juntaran las
dos caras externas, lo tomó dejando ante sus ojos
la firma y leyó en alta voz: Su humildísimo y
obedientísimo servidor alcalde de B..: y a
continuación su nombre y apellido. Hasta aquí
todavía podía pasar la cosa, pero no pudo seguir
adelante; porque el alcalde, no pensando en volver
el papel, exclamó: -íSi no hay nada más! Bosco,
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