((**Es1.353**)
de los superiores, es un desorden que lleva
consigo consecuencias desastrosas.
Un día de fiesta solemne en Castelnuovo
celebraba la santa misa el párroco teólogo
Cinzano. Dirigía el coro, formado por unos pocos
cantores, un tal Domingo Barba, que tenía muy
buena voz, pero que cantaba de oído, sin conocer
las reglas del arte. A pesar de ello hojeaba los
papeles de música y se los ponía delante con la
prosopopeya ((**It1.438**)) de un
profesor consumado. Estaba persuadido de ser un
cantor de valía y no admitía ninguna broma en
contrario. Aquel día, con los anteojos encajados
como de costumbre, se asomó un instante a la
barandilla del coro para que la gente de la
iglesia viera cómo estaba él allí en persona
dispuesto a lanzar sus armoniosas notas. Miró con
gravedad a los compañeros y empieza a cortar el
aire con la mano señalando los primeros compases.
Entona el Kirie; mas he aquí que, al hacer un
movimiento con demasiado entusiasmo, se le caen
los anteojos de la nariz. Los cirunstantes apenas
si pueden contener la risa. Prosigue Domingo Barba
el Kirie y dice por lo bajo al que está a su lado:
-Agarra mis anteojos. -El interpelado se inclina,
pero aprovecha el momento para dar suelta a la
risa. íKirieleisón! sigue cantando Domingo.
-íDeprisa!- exclama rápido e impaciente, entre una
nota y otra, al que, casi arrodillado, se movía
convulsivamente por la risa. Recibió por fin sus
anteojos, se los volvió a calar en la nariz y
soltando un <> entre Kirie y Kirie
prosiguió su música. Fue menester que los otros
cantores hicieran esfuerzos heroicos para
dominarse y proseguir el canto. Juan lo había
observado todo, pero hizo la vista gorda y se
mantuvo serio; mas cuando fue a comer con el
párroco, empezó a describir la escena con tanta
amenidad, que el teólogo Cinzano estalló a
carcajada tendida. Le dolía el costado, se
apretaba el bazo y se esforzaba en repetir:
-íBasta, basta! - entre hipidos. Pero no hubo modo
de serenarse y tuvo que dejar de comer. Después,
cada vez que el buen párroco recordaba el suceso,
no podía hacer nada por la risa que le venía, y
tuvo que prohibir en adelante a Juan que se la
recordara, porque de tanto reír se ponía malo
((**It1.439**)).
En otra ocasión, por aquellos mismos años, el
párroco de un pueblo vecino llamó al seminarista
Bosco, para ayudar en las funciones sagradas que
allí debía celebrar el Obispo de Asti monseñor
Miguel Amador Lobetti. El alcalde del pueblo,
hombre de poco meollo y escasos conocimientos,
creyó que no debía dejar pasar aquella ocasión sin
procurarse algún renombre. Así que pidió al
seminarista Bosco le escribiera un soneto para
leerlo ante el Obispo.
(**Es1.353**))
<Anterior: 1. 352><Siguiente: 1. 354>