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Morialdo un escritorio y una mesa con algunas
sillas, que recuerdan las obras maestras de
aquellas mis vacaciones. Me ocupaba también en
segar hierba en el prado, en recoger el trigo en
el campo, en deshijar las vides, vendimiar, y
cosas semejantes. Ya me había ejercitado en esta
clase de trabajos durante las vacaciones
anteriores. Me ocupaba también de mis jóvenes de
siempre, pero esto no lo podía hacer más que en
los días festivos. Los reunía en la era por la
tarde y después de jugar un rato, les hacía una
breve plática. Experimenté una gran satisfacción
enseñando el catecismo a muchos amigos míos que
tenían ya sus dieciséis o dieciocho años y estaban
en ayunas de las verdades de la fe. Igualmente me
puse a enseñarlos y con buen resultado, a leer y
escribir, ya que el deseo, más diré, la fiebre de
aprender me traía jovencitos de todas las edades.
Las clases eran gratuitas, pero les exigía
asiduidad, atención y confesión mensual. Al
principio hubo algunos que, por no someterse
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condiciones, dejaron la clase. Esto sirvió de
escarmiento y animó a los otros.
>>Cuando hace poco decía que las vacaciones son
peligrosas, me refería precisamente a mí. A un
pobre clérigo le sucede a menudo, encontrarse sin
darse cuenta en graves peligros. Soy testigo de
ello. Un año fui invitado a un banquete en casa de
unos parientes. No quería ir, pero como adujeran
que allí no había ningún clérigo para ayudar en la
iglesia y un tío mío insistiera, condescendí y
fui. Terminadas las funciones sagradas, en las que
tomé parte ayudando y cantando, fuimos a comer. La
primera parte de la comida transcurrió sin el
menor incidente; pero cuando el vino empezó a
hacer sus efectos, comenzaron a sonar ciertos
vocablos que un clérigo no podía tolerar. Intenté
hacer alguna observación, pero mi voz quedó
ahogada. No sabiendo qué partido tomar, opté por
ausentarme; me levanté de la mesa y tomé el
sombrero para irme, pero mi tío se opuso. Otro
empezó a hablar peor y a insultar a todos los
comensales. De las palabras se pasó a los hechos:
alborotos, amenazas, vasos, botellas, platos,
cucharas, tenedores y, al fin, los cuchillos
fueron haciendo acto de presencia hasta producir
una horrible batahola. En aquel momento yo no tuve
más recurso que poner pies en polvorosa. Al llegar
a casa renové de todo corazón el propósito ya
hecho varias veces, de vivir retirado, si no
quería caer>>.
Cuánta razón tiene el Espíritu Santo cuando
dice: <(**Es1.338**))
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