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pobreza. No tenía ni aun lo necesario. Le faltaba
dinero hasta para comprar los libros de clase
indispensables, y se veía obligado, de vez en
cuando, a pedirlos prestados a algún amable
compañero. Se ponía con grandísimo cuidado el
único vestido que tenía para que no se estropeara,
y remendaba enseguida el más pequeño rasguño para
que no se hiciera un rasgón. Cinco céntimos de
lustre para el calzado le duraban un año entero, y
para conservarlo negro recurría durante la semana
a expedientes aún más económicos. A veces sus
zapatos por el largo uso y los muchos remiendos
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casi inservibles y poco a tono para salir de casa,
y Mauricio Cappella, portero del seminario, que
todavía vive, afirma haberle prestado muchas veces
su calzado para poder salir de paseo o ir a la
catedral.
Seguramente él hubiera podido recurrir en busca
de ayuda a su párroco don Cinzano y a don Cafasso;
pero su sistema predilecto era el de San Francisco
de Sales de nada pedir y nada rehusar para sí
mismo, prefiriendo vivir en apuros, antes que
importunar a los bienhechores por cosas que él
consideraba no ser de absoluta necesidad. En esto
se inspiraba ciertamente en el nobilísimo amor a
la pobreza evangélica. El que fue testigo continuo
de su larga vida puede asegurar que su corazón
estuvo siempre desprendido de las comodidades y
las riquezas. Manejó inmensos tesoros que le
confió la divina Providencia, pero todo para los
demás, nada para sí. Su ideal era la pobreza de
Nuestro Señor Jesucristo, del cual había
profetizado el real Salmista: <>.1
1 Salmo, LXXXVII, 16.
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