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Pablo: <>.1 El autor de esta carta se
hizo después seminarista, y al curso siguiente, lo
encontramos con Juan en el mismo seminario de
Chieri.
Entretanto, Juan iba creciendo en espíritu de
piedad, conforme lo atestiguan los que le
conocieron en el seminario, y aunque no se
sintiera mucho mejor en la salud corporal, sin
embargo conservaba la ((**It1.391**)) fuerza
extraordinaria, que tantas veces había causado la
admiración de sus condiscípulos. Solamente con los
dedos doblaba chapitas de cobre o de hierro. Un
día, había sonado la hora de entrar en el estudio
y no aparecía la llave del salón. La puerta era
fuerte. Los seminaristas intentaban por todos los
medios, hasta con ganzúas, forzar la cerradura,
mas sin conseguir nada. Finalmente, el prefecto
dio orden de llamar al carpintero. Juan, que hasta
aquel momento había estado algo separado, se
adelantó preguntando: -Queréis que abra yo? -Tú? y
cómo, si es imposible! - Si el prefecto me lo
permite, yo la abro de un golpe. -Haz la prueba -
dijo incrédulo el prefecto. Entonces Juan dio un
golpe a la
puerta con un empellón tal que la derribó y,
saltando la cerradura, quedó libre la entrada. Los
compañeros quedaron mudos de asombro,
contemplándolo estupefactos.
Pero poco faltó para que esta misma fuerza no
le ocasionara la muerte o al menos le causara
graves lesiones en las vísceras. Una tarde, no sé
por qué motivos dejó el recreo, subió la escalera
y contra su costumbre empezó a correr rápidamente
hacia un corredor estrecho y oscuro. Un compañero
que llevaba unas pantuflas, bajaba también
precipitadamente, convencido de que no había
estorbo en medio de aquella oscuridad. El uno no
vio al otro y hubo un terrible choque. El
compañero rebotó unos pasos atrás, Juan quedó en
pie unos instantes, pero también cayó al suelo.
Los seminaristas, notando la prolongada ausencia
de ambos, fueron en su busca y se encontraron con
los dos inmóviles, sin sentido, sangrando por la
boca, oídos, y nariz. En brazos les llevaron a la
enfermería. Juan tardó varias horas en volver en
sí. El compañero, menos afortunado, estaba todavía
sin sentido al amanecer, y cuando volvió en sí,
((**It1.392**)) parecía
como atontado, de suerte que se temía un trastorno
en el cerebro. Sólo al anochecer desapareció el
aturdimiento y, sin más consecuencias, volvían
ambos a encontrarse entre los compañeros con gran
alegría de todos.
A lo largo de esta historia encontraremos casos
semejantes, ocasionados
1 Rom., XII, 15.
(**Es1.317**))
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