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del libro era objeto de su reflexión, porque
consideraba necesario conocer el plan del autor y
los motivos que le habían impulsado a escribir; y
empezaba siempre dando un vistazo al índice para
tener una síntesis del libro. Destinaba además a
la lectura de obras buenas y serias todos los
ratos de tiempo sobrante, los minutos de espera
antes de que entrara el maestro en clase, el
último cuarto de hora de los recreos ordinarios,
todo el tiempo de los extraordinarios cuando no se
celebraba el círculo, parte de la media hora
destinada a prepararse para el paseo y mientras se
encaminaba a la catedral para las funciones
sagradas: en esas circunstancias era expeditivo
para arreglarse, y consideraba tiempo perdido el
que algunos empleaban en acicalarse; sin embargo
todo su atuendo estaba limpio. Con esta industria
poco a poco llegó a conocer varias obras. Leyó
durante el primer año las de Cesari, Bartoli y
otros. Esta diligencia para aprovechar el tiempo
la tuvo siempre durante los seis cursos completos
que estuvo en el seminario; así gracias a ((**It1.381**)) su
ingenio y su memoria pudo acumular tesoros de
saber.
Su templanza en el comer y el beber era algo
sorprendente; se inspiraba en dos grades virtudes:
amor a la mortificación y amor a ser instrumento
apto en la obra divina de la salvación de las
almas. Quería que veinte minutos después de las
comidas, la digestión no le estorbara para
reemprender sus ocupaciones. Por eso jamás se
quejaba de las viandas o manjares presentados en
la mesa y mostraba gran disgusto cuando oía
murmurar de la calidad de los alimentos, o se
enteraba de que alguno trataba de proveerse
directamente de la cocina o de la despensa del
seminario, sin permiso de los superiores: en estos
casos él y sus amigos íntimos se empeñaban
resueltamente en impedir tales desórdenes con el
ejemplo y con la desaprobación. Cuando su madre o
un amigo le llevaban algún regalo comestible, no
le parecía bien comérselo él solo; sino que,
después de pedir permiso, lo compartía con los
compañeros. Dieron testimonio de todo esto don
Palazzolo y don Giacomelli.
En medio de la práctica de las virtudes más
sólidas y de los estudios filosóficos, Juan Bosco
sentía crecer cada vez con más fuerza en su
corazón un vivísimo deseo de entregarse a los
muchachos, a los que seguía enseñando catecismo y
a rezar, cuando los superiores lo mandaban a la
catedral con este fin. Y la divina bondad, que
tenía puesta en él su amorosa mirada, empezó a
hacerle conocer con más detalle cuál era la misión
que le reservaba con los jovencitos. Lo contó don
Bosco privadamente a algunos en el Oratorio, entre
los que estaban presentes don Juan Turchi y don
Domingo Ruffino:
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