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que se me quedaran bien impresos, fui ante una
imagen de la Santísima Virgen, los leí y después
de orar, prometí formalmente a la celestial
Bienhechora guardarlos aún a costa de cualquier
sacrificio.
>>El 30 de octubre de 1835 debía entrar en el
seminario. El escaso equipo de ropa estaba
preparado. Todos mis parientes se mostraban
contentos y yo más que ellos. Sólo a mi madre se
le veía pensativa y no me perdía de vista como si
tuviera que decirme alguna cosa. La víspera de la
partida por la tarde me llamó y me dijo estas
memorables palabras: -Querido Juan, ya has
vestido la sotana sacerdotal. Como madre,
experimento un gran consuelo por tener un hijo
seminarista. Pero acuérdate de que no es el hábito
lo que honra a tu estado, sino la práctica de la
virtud. Si alguna vez llegases a dudar de tu
vocación, ípor amor de Dios! no deshonres ese
hábito. Quítatelo en seguida. Prefiero tener un
pobre campesino a un hijo sacerdote descuidado en
sus deberes. Cuando viniste al mundo te consagré a
la Santísima Virgen; cuando comenzaste los
estudios, te recomendé la devoción a esta nuestra
madre; ahora te digo que seas suyo; ama a los
compañeros devotos de María; y, si llegas a
sacerdote, recomienda y propaga siempre la
devoción a María. - Al terminar estas palabras mi
madre estaba conmovida, y yo
lloraba. -Madre, respondí, le agradezco todo lo
que usted ha hecho y dicho por mí; sus palabras no
caerán en el vacío, y serán un tesoro a lo largo
de mi vida. ((**It1.374**))
>>Por la mañana temprano fui a Chieri, y por la
tarde del mismo día entré en el seminario,
establecido en el amplio convento de los padres
filipenses, que el gobierno francés había cerrado
y que monseñor Chiaverotti había adquirido en 1828
para seminario. Era rector el teólogo Sebastián
Mottura, canónigo arcipreste de la colegiata de
Chieri; director espiritual don José Mottura, más
tarde canónigo de la insigne colegiata de Giaveno.
Después de saludar a los superiores y arreglarme
la cama, me puse a pasear con el amigo Garigliano,
por dormitorios y corredores, y al fin bajamos al
patio. Alzando los ojos hacia un reloj de sol, leí
esta inscripción: Afflictis lentae, celeres
gaudentibus horae (Las horas pasan lentas para los
desgraciados, y volando para los que son felices).
-Esto es, dije a mi amigo; he aquí nuestro
programa: hemos de estar siempre alegres y pasará
el tiempo de prisa-.
>>Al día siguiente comenzó un retiro de tres
días y procuré hacerlo lo mejor posible. Hacia el
final me presenté al profesor de filosofía, que
era el teólogo Ternavasio de Bra, y le pedí alguna
norma de vida para cumplir con mis deberes y
ganarme la benevolencia de mis
(**Es1.304**))
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