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lugar, las oraciones de cada día, y otras cosas
importantes en aquella edad. Era aquello una
especie de oratorio, al que acudían unos cincuenta
muchachos, que me obedecían y me querían como a un
padre>>.
Y debía serle muy querido aquel pequeño campo
evangélico, pues durante cuatro o más años, en los
meses de septiembre y octubre, lo cultivó con
verdadero celo apostólico. Se humilla diciendo
que, hasta entonces, había descuidado las buenas
lecturas, o sea la lectura de libros ascéticos.
Pero quién puede creerlo? Cierto que, en medio de
sus variadas ocupaciones, no podía dedicarse a
ellos tanto como cuando únicamente se ocupaba del
pastoreo; pero es posible que un joven, en las
condiciones de Juan, manifestara una abundancia
tal de vida espiritual, que la trasfundía
continuamente a los demás, si verdaderamente
hubiera descuidado este alimento del alma?
Se acercaba entretanto el momento de vestir la
sotana y Juan, que no contaba con medios
materiales, se veía frente a graves dificultades
para ingresar en el seminario. Esto le urgía
además para librarse del servicio militar, puesto
que ya estaba en los veintiún años. Pero don
Cafasso, que fue siempre su bienhechor, amigo y
consejero, se puso de acuerdo con don Cinzano, y
determinaron lo que se debía hacer para obtener la
entrada de Juan en el seminario sin grandes
gastos; decidieron recurrir a la generosidad del
teólogo Luis Guala, director y fundador del
Convictorio Eclesiástico de San Francisco de Asís
en Turín, el cual a su vez, gozaba de gran
influencia ante el arzobispo Fransoni.
Y así una mañana el teólogo Cinzano llamó a
Juan, y sin decirle ((**It1.367**)) por qué
ni para qué, le acompañó hasta Rivalba, donde el
teólogo Guala veraneaba en una gran finca suya de
trescientos jornales. Este riquísimo señor
socorría con caridad incomparable a todos cuantos
necesitaban su ayuda. El teólogo Cinzano hizo que
examinara al joven, e insistió tanto, que obtuvo
promesa de que lo haría entrar gratuitamente aquel
año en el seminario. Quedaba superado lo más
difícil. Había que proveerle de los hábitos
clericales que su pobre madre no podía comprar.
Habló don Cinzano de ello con algunos de sus
feligreses, que aceptaron en seguida contribuir a
aquella buena obra. El señor Sartoris le proveyó
del hábito talar, el caballero Pescarmona del
sombrero; el vicario le regaló su propio manteo,
otros le compraron el alzacuello y el bonete,
otros las medias, y una buena mujer recogió el
dinero necesario para comprarle, según creo, un
par de zapatos. Así seguirá haciendo la divina
Providencia en adelante
(**Es1.299**))
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