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mecha que cuelga hasta la tierra. Así preparada la
mina, un toque de trompeta avisa a todos los
obreros para que bajen y se alejen, y luego se
aplica el fuego. Enormes bloques descuajados se
precipitan al valle. Esas columnas tan altas y tan
gruesas que hay en Turín en la Virgen del Pilone,
fueron sacadas de esta cantera. Hay diez talleres
de cerrajeros dedicados exclusivamente a fabricar
y ajustar punzones, martillos y cinceles.
Estuvimos un rato admirando aquella maravilla y
seguimos el camino.
>>Después de caminar una milla sobre la piedra
viva, cubierta de arena acarreada, llegamos a un
pueblo digno de especial mención. Todos sus
habitantes padecen de bocio; los niños tienen un
solo abultamiento, unos grande, otros pequeño; los
mayores tienen hasta cuatro, y para que no les
molesten con el peso, los vendan con pañuelos, y
verdaderamente parece que llevan bajo el cuello un
saquito lleno de bolitas. La mitad de sus
habitantes son cristianos y la mitad valdenses,
por lo que hay dos iglesias; una para los
católicos, sobre la cual campea la cruz, la otra
sin cruz para los valdenses. Visten todos
vulgarmente, son bajos de estatura y feos de cara.
Hay junto al pueblo una montaña de dos millas y
media de alta, tan escarpada que nadie puede subir
a ella. Sin embargo está habitada. He aquí cómo.
Labran con el cincel escalones en la piedra viva,
y sobre los pequeños rellanos levantan sus
covachas, echan tierra que suben del valle
alrededor y siembran patatas, judías y cosas
semejantes.
>>Después de descansar en este pobre pueblo,
seguimos hacia Fenestrelle. Llegamos al gran monte
de Monviso y estábamos ya frente a Fenestrelle,
cuando se levantó un viento tan fuerte, que echaba
hacia atrás al caballo y no nos dejaba guiarlo, ni
nos permitía hablar. ((**It1.353**)) Se
levantaba en remolinos el polvo del camino,
mezclado con piedrecillas que nos daban en la cara
y nos molestaban muchísimo. Una obscuridad
espantosa se extendía por todo el camino. El
caballo tropezaba a cada paso, resoplaba y no
quería seguir adelante. Nos asustamos a la vista
de todo aquello, paramos el caballo y nos volvimos
hacia atrás en dirección a Pinerolo. Según
descendíamos del monte nos asaltó de nuevo el
temor. El viento impetuoso amenazaba arrastrarnos
a nosotros, al caballo y al coche por la pendiente
del monte entre las rocas, y hacernos perder
miserablemente la vida en el abismo. Pero la
Providencia vino en nuestra ayuda. Vimos junto al
camino una concavidad en el monte, que nos ofrecía
un refugio seguro. Aunque con dificultad, metimos
en ella al caballo, esperando que pasara la
tormenta. Una hora y media después cesaba el
viento, pero llegaba la noche. Afortunadamente la
luna iluminaba
(**Es1.289**))
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