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cajita pelotas y más pelotas más gordas que la
misma caja; sacar de una bolsita huevos y más
huevos, eran cosas que dejaban a todos
boquiabiertos. Cuando le veían recoger las
voluminosas pelotas en la punta de la nariz de los
asistentes, y, adivinar el dinero de los bolsillos
ajenos; cuando, al tocarlas sólo con los dedos se
reducían a polvo monedas de cualquier metal o
aparecía ante todo el auditorio bajo un horrible
aspecto y hasta sin cabeza, entonces algunos
comenzaban a pensar si Juan no sería un brujo, ya
que no podía realizar tamañas cosas sin
intervención del demonio.
Contribuyó a acrecentar esta fama el amo de la
casa, Tomás Cumino. Era éste un fervoroso
cristiano, y hombre de buen humor. Juan se
aprovechaba de su carácter y, diríase también, de
su simpleza, para hacérselas de todos los colores.
Una vez había preparado, con mucho cuidado, un
pollo en gelatina para obsequiar a los huéspedes
en su día onomástico. Llevó el plato a la mesa,
pero al destaparlo, salió fuera un gallo que,
aleteando, cacareaba escandalosamente. Otra vez,
preparó una cazuela de macarrones y, después de
haberlos cocido bastante tiempo, cuando fue a
echarlos en el plato salieron convertidos en puro
salvado. Muchas veces llenaba la botella de vino,
y, al echarlo en el vaso lo ((**It1.345**))
encontraba convertido en agua clara; pero se
decidía a beber aquella agua, y el vaso estaba
lleno otra vez de vino. Convertir las confituras
en rebanadas de pan; el dinero de la bolsa en
piezas inútiles de lata roñosa; el sombrero en
cofia, y nueces y avellanas en saquitos de
guijarros eran transmutaciones muy frecuentes. A
veces Juan le hacía desaparecer los anteojos y
luego los encontraba en sus bolsillos, donde antes
había registrado una y otra vez hasta volviéndolos
del revés. Un objeto cuidadosamente escondido,
como sería una cartera, se presentaba delante; y
otro, que lo tenía ante sus ojos, desaparecía sin
posibilidad de encontrarlo a una señal de su
pupilo. Con frecuencia le presentaba una baraja,
para que tomara una carta cualquiera, y después
adivinaba la que había cogido. Otras, le decía que
pensara una cifra, la sumaba, la multiplicaba, la
restaba, y, al fin, descubría cuál era la cifra
pensada. El quedaba pasmado. Sucedió que, habiendo
apostado que presentaría ante todos una llave, que
se sabía ciertamente estaba en otra parte, ésta
apareció en el fondo de la sopera apenas fue
vaciada.
El bueno de Tomás ante tales bromas, no sabía a
qué carta quedarse. -Los hombres -decía para sí-
no pueden hacer tales cosas; Dios no pierde el
tiempo en cosas inútiles; luego el demonio anda de
por medio. Ya casi tenía decidido despedir a Juan
de su casa. Como no se atrevía a comentarlo con
los suyos, se aconsejó con un sacerdote
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