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a casa; pero ni haciéndole una señal con la
cabeza, ni pasando junto a él, o tosiendo, lograba
que se moviera; él continuaba lo mismo, inmóvil,
hasta que no le sacudía con la mano. Sólo
entonces, como despertando de un sueño, se movía
y, aunque a desgana, aceptaba mi invitación.
Ayudaba con mucho gusto la santa misa aun en los
días de clase, si podía; pero en los días de
vacación era para él cosa ordinaria ayudar cuatro
o cinco. Si el tiempo se lo permitía, asistía a
todas las funciones que se celebraban
en las iglesias de la ciudad. Y, aunque tan
concentrado en las cosas espirituales, nunca se le
veía melancólico o triste; siempre estaba alegre y
contento. Con su afable conversación alegraba a
cuantos trataban con él, y solía repetir que le
gustaban mucho aquellas palabras del Profeta
David: Servite Domino in laetitia: Servid al Señor
con alegría>>.
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