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dio las gracias a todos diciendo: -Devolviéndome
el dinero, me evitáis la ruina. Os lo agradezco de
corazón. Guardaré de vosotros grata memoria. Pero,
en la vida me volveré a desafiar con un
estudiante.
Testigo de este desafío fue el campanero de la
catedral, Domingo Pogliano, el cual contaba el
hecho a sus familiares, y amigos y afirmaba que
Juan saltó el canal con tanta limpieza, que
parecía llevado por un ángel. Nosotros, que en
1885 hemos visto a don Bosco jugar
maravillosamente con una varita, fácilmente nos
persuadimos de que no hay exageración en el
relato.
Juan continuó, mientras fue seglar, sirviéndose
de su habilidad para introducirse en los grupos de
muchachos, condiscípulos o conocidos, cuando temía
que brotase una conversación poco decente.
Empezaba llamdno su atención con palabras de
cortesía y proponiéndoles algún juego original. Y
ya les desafiaba a recoger del suelo una moneda
con el dedo meñique y el índice ((**It1.316**)) de la
misma mano; ya a hacer el arco con el cuerpo,
echándose para atrás hasta tocar el suelo con la
cabeza y sin mover los pies; ya, juntando bien los
pies, inclinarse y besar el suelo sin apoyarse con
las manos. Y, mientras los que habían aceptado el
desafío hacían las pruebas, los compañeros
reventaban de risa contemplando sus contorsiones,
sus esfuerzos inútiles, sus porrazos y caídas por
el suelo; y, ocupados en esto, no pensaban en el
tema de sus primeras conversaciones, y no se
separaban de Juan sin haber recibido un buen
pensamiento.
Al leer estas páginas y ver al joven Bosco tan
hábil en los juegos, tan pronto al desafío, tan
atrevido en medio de la multitud, en fin, hecho un
cabecilla de los estudiantes, alguien se figurará
que tenía un aire desenvuelto, un hacer
desvergonzado. Pues no era así. Hemos oído a
ejemplares sacerdotes condiscípulos suyos, que de
joven tenía el mismo porte que siendo sacerdote a
los setenta años: amable, con cierta gravedad,
reservado en el trato y en las maneras, parco en
palabras. Algunos de ellos, que iban a visitarle
al Oratorio después de años y años, exclamaban al
salir de su habitación: -Es siempre el mismo, el
de antaño cuando estábamos en Chieri. -Esto dijo,
entre otros, el padre Eugenio Nicco de los Menores
Observantes.
Sin embargo, se le oyó repetir a don Bosco
muchas veces:
-Hasta entrar en el convictorio de San
Francisco de Asís, no encontré nunca una persona
que se preocupara de mi alma. Hice por mi cuenta
lo que me parecía mejor; pero me parece que, de
haber contado con un asiduo y cuidadoso director,
hubiese podido hacer más de lo que hice.
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