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el juego de destreza que prefieras. Juan aceptó y
eligió el de la varita mágica, apostando ochenta
liras. Tomó Juan una varita, puso un sombrero en
su extremo y apoyó la otra ((**It1.314**))
extremidad en la palma de la mano. Después, sin
tocarla con la otra, la hizo saltar hasta la punta
del dedo meñique, del anular, del medio, del
índice, del pulgar; la pasó por la muñeca, por el
codo, por los hombros, la corrió a la barbilla, a
los labios, a la nariz, a la frente; luego,
deshaciendo el camino, la volvió otra vez a la
palma de la mano.
-No creas que voy a perder, dijo el charlatán a
su rival; éste es mi juego favorito. -Tomó la
misma varita y, con maravillosa destreza, la hizo
caminar hasta los labios, donde chocó con su nariz
un poco larga, y, al perder el equilibrio, no tuvo
más remedio que agarrarla con la mano, porque se
le caía al suelo.
El infeliz, viendo que le volaba su dinero,
exclamó casi furioso:
-Paso por todo, menos porque me gane un
estudiante. Pongo los cien francos que me quedan.
Los ganará aquél de los dos que coloque sus pies
más cerca de la punta de ese árbol -y señalaba un
olmo que había junto a la alameda. Los estudiantes
y Juan aceptaron también esta vez. Es más,
compadecidos del titiritero, les hubiera gustado
que ganase él, pues no querían arruinarlo. El
charlatán, abrazándose al tronco del olmo, subió
primero, y, ágil como un gato, de rama en rama
llegó a tal altura, que a poco más que avanzara,
se doblaría y se rompería el árbol cayendo a
tierra el que intentase encaramarse más arriba.
Todos los espectadores convenían en que no era
posible subir más alto. -íEsta vez has perdido!
-íbanle repitiendo a Juan. Este lo intentó. Subió
cuanto fue posible sin doblar el árbol; después,
agarrándose a él con las dos manos, levantó el
cuerpo y puso los pies un metro más arriba que su
contrincante, por encima de la altura misma del
árbol. Quién podrá nunca expresar los ((**It1.315**))
aplausos de la multitud, la alegría de los
compañeros de Juan, el orgullo del vencedor y la
rabia del saltimbanqui? En medio de su gran
desolación, los estudiantes quisieron
proporcionarle un consuelo. Compadecidos de la
desgracia de aquel infeliz, le propusieron
devolverle el dinero, si aceptaba una condición:
pagarles una comida en la fonda del Muretto.
Aceptó agradecido, y en número de veintidós,
tantos eran los partidarios de Juan, fueron a
disfrutar de un opíparo banquete, que costó
cuarenta y cinco liras, lo que permitió al
charlatán embolsar todavía ciento noventa y cinco
liras.
Fue aquél un jueves de gran alegría para todos
y de gran honor para Juan. También debió quedar
contento el charlatán, pues volvió a ver en sus
manos casi todo su dinero y gozó de la comida. Al
despedirse
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