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maestro de la escuela municipal, y que vivía en
casa de un tal Torta, frente a la casa de Pianta.
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Juan se reservaba tan sólo aquella hora de
descanso de la noche, pues durante el día no tenía
un momento ni para respirar, y sabía convertirla
estupendamente en una hora de enseñanza moral.
En aquel año, además, se comprometió a algo que
lleva la marca del verdadero heroísmo cristiano.
Como iba con frecuencia a la catedral de Chieri a
cumplir con sus devociones, contrajo amistad con
el excelente sacristán mayor, llamado Carlos
Palazzolo, hombre de sincera piedad, que, por tres
veces, había ido a pie a Roma como peregrino para
visitar las basílicas y las catacumbas. Tenía ya
treinta y cinco años, y aunque de cortos alcances,
sin recursos y distraído por las ocupaciones de su
cargo, deseaba ardientemente hacerse sacerdote. Al
conocer la bondad del joven Bosco, pidióle que le
diera clase. Juan aceptó en seguida, y empezó a
darle clase regular todos los días, de modo que
pudo prepararlo para presentarse a examen con él,
antes de tomar la sotana. Palazzolo estaba casi en
ayunas en cuestión de estudios, no tenía mucho
tiempo de que disponer; pero Juan, rehusando toda
recompensa, iba puntualmente cada día a su casa,
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