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la observancia de las reglas: se propusieron
promover la observancia de las leyes canónicas y
quitar los abusos que se hubieran introducido en
el clero, con un reglamento al efecto para todas
las diócesis: determinaron poner la enseñanza de
la teología bajo la sola dirección del obispo,
fundar pequeños seminarios, erigir cátedras de
enseñanza pública, dejando sólo a la universidad
las facultades de leyes, medicina, cirugía, e
introducir en las ciudades y pueblos los Hermanos
de las Escuelas Cristianas, las Hermanas de San
José, las Hijas de la Caridad. ((**It1.284**)) Pero
esta Delegación Apostólica, ya desde los
comienzos, contaba con la contradicción del Senado
del Piamonte, que rehusó reconocerla y publicar
las letras apostólicas que la crearon.
En 1835 la comisión civil para la revisión de
los libros no quiso someterse a los revisores
eclesiásticos. Esa comisión no permitía prensa o
escritos en los que se enseñara la impiedad o se
ofendiera la moralidad; pero prohibía enseñar que
los obispos dependían de la Santa Sede: proscribía
los autores que combatían las ideas galicanas y
sostenía los derechos de la Iglesia: toleraba todo
lo que favorecía las máximas de la filosofía
moderna, tanto en materia de religión como en
política, impidiendo la difusión de los libros que
impugnaban tales errores.
El rey Carlos Alberto, religioso de mente y de
corazón, tenía sentido práctico, nobleza de ideas,
era exactísimo en las prácticas de piedad,
riguroso consigo mismo, conocía las perfidias que
se ocultaban en las adulaciones; sin embargo, por
su inclinación a los términos medios y sus
aspiraciones a un reino italiano, no había roto
por completo con los hombres de la revolución, con
los cuales guardaba buenas relaciones desde joven.
Ponía como ministro a De la Tour y más tarde a
Solaro la Margherita, sinceramente católicos; pero
admitía también en el gabinete a los liberales
Villamarina y Barbaroux, los cuales, fácilmente
descuidaban los concordatos establecidos con la
Santa Sede, y las leyes, disposiciones y
reglamentos sobre materias eclesiásticas que en
diversos tiempos habían promulgado los soberanos
saboyanos. Compartían sus opiniones muchos
teólogos, los cuales habiendo aprendido falsos
principios de derecho canónico de los doctores
cesaristas de la universidad, en vez de ser los
naturales defensores de las razones de la Iglesia,
desgraciadamente se convertían en sus
impugnadores. Este era un gran mal, profundamente
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arraigado. Pero don Cafasso era el hombre
destinado a poner remedio, continuando la obra
empezada por el teólogo Guala en el convictorio de
San Francisco de Asís. Como profesor de moral
(**Es1.239**))
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