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me invitaba a ayudarle a misa, lo que daba ocasión
para hacerme algunas sugerencias. El mismo me
presentó al prefecto de la escuela (padre Sibilla,
dominico) y me hizo trabar conocimiento con otros
profesores. Habían empezado las clases. Como los
estudios hechos hasta entonces eran de todo un
poco, que equivalían a casi nada, porque, si es
verdad que poseía muchos conocimientos, eran
desordenados e imperfectos, me aconsejaron entrar
en la clase sexta, que hoy correspondería a la
preparatoria para primero de gimnasio. El maestro
de entonces, el teólogo Pugnetti, también de grata
memoria, tuvo conmigo mucha caridad. Me ayudaba en
la escuela, me invitaba a ir a su casa y,
compadecido de mi edad y de mi buena voluntad, no
ahorraba nada de cuanto pudiera ayudarme.
>>Por mi edad y mi corpulencia parecía un
pilastrón en medio de mis compañeros. Ansioso de
sacarme de aquella situación, después de estar dos
meses en la clase sexta y habiendo conquistado el
primer puesto, fui admitido a examen y pasé a la
quinta. Entré con gusto en la nueva clase, porque
los condiscípulos eran algo mayores y tenía además
como profesor al querido don Valimberti. Dos meses
después, tras haber logrado varias veces ser el
primero ((**It1.252**)) de la
clase, fui admitido a otro examen por vía de
excepción, y pasé a la cuarta, que corresponde al
segundo de gimnasio.
>>El profesor de la clase era José Cima, hombre
severo en la disciplina. Cuando vio comparecer en
su aula, a mitad de curso, a un alumno tan alto y
corpulento como él, dijo bromeando delante de
todos: -He aquí a un enorme talento o a un topo.
Qué opináis? - Aturdido ante tal presentación,
respondí: -Algo de las dos cosas. Un pobre
muchacho que tiene buena voluntad para cumplir su
deber y progresar en los estudios. -Estas palabras
fueron de su agrado, y respondió con insólita
afabilidad: -Si usted tiene buena voluntad, ha
caído en buenas manos; no le dejaré sin trabajo.
Anímese y, si alguna dificultad encuentra,
dígamelo en seguida, que yo se la allanaré. -Se lo
agradecí de corazón.
>>Dos meses hacía que estaba en aquella clase,
cuando ocurrió un pequeño incidente que dio algo
que hablar sobre mí. Explicaba un día el profesor
la vida de Agesilao, escrita por Cornelio Nepote.
Aquel día no tenía yo mi libro, pues lo había
olvidado en casa. Para disimular ante el maestro
mi olvido, sostenía abierto ante mí el Donato (la
gramática latina). No sabiendo a qué atender
mientras escuchaba las palabras del maestro,
volvía las hojas del libro de una parte a otra. Se
dieron cuenta de ello los compañeros. Empezó uno a
reír, siguió otro, hasta que cundió el desorden en
clase: -Qué sucede?
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