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obligaba a su fiel animal a subir y bajar por una
escalera de mano que se empleaba en el pajar
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gozaba lo indecible con la dificultad que sentía
el animal en aquel extraño camino, hasta que, poco
a poco, logró acostumbrarle. Otras veces lo
llevaba o lo lanzaba a lo alto del pajar, quitaba
la escalera y se alejaba llamándolo: el perro
ladraba, corría de un lado para otro, buscando un
sitio a propósito para bajar, se retiraba asustado
por la altura, pero al fin se echaba abajo y con
mil fiestas corría tras él. Bracco le acompañaba
doquiera fuese. A veces, Juan, cansado de andar,
sofocado por el calor, se quitaba la chaqueta y le
llamaba: -íBracco, lleva mi chaqueta! - y si
tardaba en dársela, se acercaba el perro, agarraba
el faldón de la chaqueta, que aún no se había
quitado Juan y tiraba de ella. -íPero, Bracco, que
me la rompes, suelta: en seguida te la doy!-
Soltaba el perro la chaqueta, acababa Juan de
quitársela y se la ponía sobre los lomos, y el
perro caminaba con precaución, mirando a uno y
otro lado como si temiera se le cayese la ropa.
Los domingos, después de las funciones
religiosas, volvía a la colina
con los amigos y les divertía con los nuevos
juegos de su fiel Bracco. Después de hacerle
realizar un sinfín de movimientos entre las risas
de todos, le mandaba saltar sobre el lomo de una
vaca que pacía cerca. El pobre perro miraba al
amo, dudoso y triste, como diciéndole: íQué
disparate! Pero, tras la intimación de Juan, que
no admitía réplica, tomaba carrerilla, saltaba y
caía del otro lado de la vaca por haber dado
demasiado impulso al cuerpo. Con todo, volvía a
intentarlo hasta lograr ponerse a caballo sobre
las ancas de la vaca. Se sentaba sobre sus patas
traseras, se acurrucaba cuanto podía por miedo a
caerse, y no se atrevía a bajar esperando que le
dieran permiso. Entonces Juan se retiraba,
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**)) fingiendo no cuidarse ya de él;
pero el perro empezaba a ladrar, como pidiendo
permiso para liberarse de aquel apuro, en el que
le dejaba un buen rato, hasta que el animal viendo
que su amo no se daba por entendido, lanzaba un
fuerte ladrido, daba un salto y corría hacia él,
como reprochando su indiscreción. Es indecible la
alegría de los muchachos ante aquel espectáculo.
Podría suponerse que Juan, que tanto había
sentido de pequeño la muerte de un mirlo,
difícilmente hubiera podido sobrellevar la pérdida
de este ingenioso animal. Mas no fue así, pues se
acordaba de la promesa que había hecho al Señor.
Habiéndoselo pedido como regalo unos parientes de
Moncucco, sin más, él mismo se lo llevó a su casa.
Bracco fue recibido con gran contento y, cuando
Juan le vio entregado ya a sus nuevos amos, a
escondidas, se marchó él solo;
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