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ropa y la de José, y en una pequeña fragua
reparaba las herramientas
del campo estropeadas.
Una tal Rosa Febraro, muchachita hija de José
Febraro, casada más tarde con un Cagliero, con lo
que vino a ser prima de monseñor Juan Cagliero,
Vicario Apostólico de Patagonia y Cardenal de la
Santa Iglesia, llevaba también a apacentar su
ganado por los mismos lugares. Cuenta ésta que, a
veces, el jovencito Bosco andaba tan absorto en
sus pensamientos que no advertía cómo sus vacas se
metían por los sembrados, y ella se apresuraba a
volverlas a su lugar. Juan, reconocido después al
servicio prestado, se lo agradecía con pocas
palabras y, alguna vez, aprovechándose del ingenuo
ofrecimiento de la chiquilla, le confiaba el
cuidado de sus animales y, según su costumbre, se
retiraba a la sombra de los sauces o de los
vallados para rezar o leer algún libro.
En aquella soledad encontró Juan la forma de
estar ocupado en las horas de recreo,
especialmente durante ((**It1.239**)) los
calores del mediodía,
cuando los campesinos solían dormir la siesta, ya
que él tenía por norma no dormir nunca durante el
día. <>.1 Tiene poca importancia
este detalle; pero hasta las cosas más pequeñas y
de menor importancia pueden figurar en un gran
cuadro y contribuir a su belleza. El escritor
inspirado pintó en el libro de Tobías al perrito
que acompañó al joven Tobías e iba delante de él
al llegar a la casa paterna. San Juan Evangelista,
sorprendido por un cazador mientras acariciaba a
una perdiz, al verle extrañado por su infantil
sencillez, le dijo: -Por qué os sorprendéis si
concedo a mi espíritu este descanso para poder
levantar los pensamientos al cielo? - Pervive
todavía en el instinto de las almas buenas el
primitivo dominio de Adán inocente sobre todos los
animales.
Pues bien: yo quiero poner de relieve cómo en casa
de José había un
perro de caza, al que Juan puso por nombre Bracco.
En las horas de
recreo lo había adiestrado en varios juegos y
saltos: le hacía levantar
ahora una pata, después otra, al imperio de su
voz. Le había acostumbrado
a tomar el pan de su mano con delicadeza. Si el
trozo era demasiado grande, decíale Juan con ceño
áspero: -íTragón! Te lo vas a zampar de un bocado?
- El perro entonces se quedaba indeciso, miraba al
amo, se contentaba con lamer el pan que tenía
delante y sólo cuando Juan le decía: -íCome! - se
atrevía a engullirlo. A veces
//1 Eclesiástico, XXXII, 11-12.//
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