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((**Es1.204**) ropa y la de José, y en una pequeña fragua reparaba las herramientas del campo estropeadas. Una tal Rosa Febraro, muchachita hija de José Febraro, casada más tarde con un Cagliero, con lo que vino a ser prima de monseñor Juan Cagliero, Vicario Apostólico de Patagonia y Cardenal de la Santa Iglesia, llevaba también a apacentar su ganado por los mismos lugares. Cuenta ésta que, a veces, el jovencito Bosco andaba tan absorto en sus pensamientos que no advertía cómo sus vacas se metían por los sembrados, y ella se apresuraba a volverlas a su lugar. Juan, reconocido después al servicio prestado, se lo agradecía con pocas palabras y, alguna vez, aprovechándose del ingenuo ofrecimiento de la chiquilla, le confiaba el cuidado de sus animales y, según su costumbre, se retiraba a la sombra de los sauces o de los vallados para rezar o leer algún libro. En aquella soledad encontró Juan la forma de estar ocupado en las horas de recreo, especialmente durante ((**It1.239**)) los calores del mediodía, cuando los campesinos solían dormir la siesta, ya que él tenía por norma no dormir nunca durante el día. <>.1 Tiene poca importancia este detalle; pero hasta las cosas más pequeñas y de menor importancia pueden figurar en un gran cuadro y contribuir a su belleza. El escritor inspirado pintó en el libro de Tobías al perrito que acompañó al joven Tobías e iba delante de él al llegar a la casa paterna. San Juan Evangelista, sorprendido por un cazador mientras acariciaba a una perdiz, al verle extrañado por su infantil sencillez, le dijo: -Por qué os sorprendéis si concedo a mi espíritu este descanso para poder levantar los pensamientos al cielo? - Pervive todavía en el instinto de las almas buenas el primitivo dominio de Adán inocente sobre todos los animales. Pues bien: yo quiero poner de relieve cómo en casa de José había un perro de caza, al que Juan puso por nombre Bracco. En las horas de recreo lo había adiestrado en varios juegos y saltos: le hacía levantar ahora una pata, después otra, al imperio de su voz. Le había acostumbrado a tomar el pan de su mano con delicadeza. Si el trozo era demasiado grande, decíale Juan con ceño áspero: -íTragón! Te lo vas a zampar de un bocado? - El perro entonces se quedaba indeciso, miraba al amo, se contentaba con lamer el pan que tenía delante y sólo cuando Juan le decía: -íCome! - se atrevía a engullirlo. A veces //1 Eclesiástico, XXXII, 11-12.// (**Es1.204**))
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