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de sus costumbres, y hecho todo para todos. Además
él tendría que
preocuparse de sustentar a innumerables jóvenes,
sin contar con ninguna renta fija, confiado
únicamente, días tras día, en la divina
Providencia. Si Dios enviaba bienhechores al
Venerable Cottolengo, igual que a otros santos,
para que depositaran en sus manos las limosnas,
parece que quisiera que nuestro Juan fuera él
mismo quien en su nombre solicitara la caridad de
los fieles, a costa de cualquier ((**It1.235**))
sacrificio y humillación. Por ésto le había dotado
de una alma emprendedora, activísima, enérgica,
rica en ideas para alcanzar un fin, tranquila para
remover las dificultades, constante y prudente
para elegir los medios oportunos, afectuosa para
vencer los corazones, impertérrita contra el
respeto humano. Esta fue su palestra desde niño.
En I Becchi, en efecto, había usado mil mañas con
el fin de procurarse el dinero necesario para
atraer con sus juegos a la gente; ahora, hasta ser
seminarista, le tocaba proveerse a sí mismo de
cuanto necesitaba para vivir. Le sucedió en este
tiempo una graciosa anécdota que demuestra hasta
qué punto se industriaba ya entonces de cara a
procurarse lo necesario para los estudios. Lo
cuentan testigos oculares del hecho.
Se celebraba en el pueblo de Montafia una gran
fiesta y se había
plantado en medio de la plaza el palo de la
cucaña. Era altísimo y tenía
en la extremidad un aro, en el cual estaban
colgados varios objetos de premio. Una muchedumbre
inmensa asistía al espectáculo. Los mozalbetes del
pueblo, unos tras otros, se acercaban al palo y,
dando una mirada a lo alto, intentaban la subida
para alcanzar el premio. Unos llegaban a la
tercera parte del palo, otros a la mitad, pero
luego resbalaban y caían por tierra. Llegaba a las
nubes el griterío del pueblo, animando a los más
valientes que parecían tener energía para subir
más alto, y alcanzaban las estrellas los silbidos
y palmas dedicados a los más flojos que no
lograban sostenerse en el palo liso y encerado.
Juan observaba cómo aquellos mozalbetes empezaban
con precipitación y esfuerzo, sin tomar aliento, y
que, al llegar a cierto punto, no podían más y
eran arrastrados hacia abajo por el peso mismo del
cuerpo. Quiso él probar, pero de otro modo. Se
presentó resuelto, tranquilo, en medio del espacio
que dejaba libre la multitud, y empezó a trepar
lentamente, cruzando de cuando en cuando ((**It1.236**)) las
piernas, con las que abrazaba el palo, y
sentándose sobre los talones para descansar. El
pueblo, que al principio no entendía el porqué de
aquella maniobra, reía con todas sus ganas,
esperando de un momento a otro verle también a él
resbalar como les había sucedido a los anteriores;
pero, al ver que iba ganando altura,
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