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mar con ellas a los muchachos a subir a aquella
ermita para honrar a María.
Este fue siempre su tenor de vida, aun durante
los años siguientes,
cuando volvía de Chieri en el verano; así
conservaba y aun acrecentaba la buena opinión que
de él tenían en su patria chica. Lo mismo los
sacerdotes que la gente estuvieron siempre de
acuerdo en repetir las alabanzas por su
perseverante y excelente conducta, y en afirmar
todos que, desde su primera juventud, estaba
inflamado de un vivo y constante deseo de llegar a
ser misionero apostólico y hacer mucho bien a las
almas. Lo mismo que las madres de Morialdo y de
Moncucco, también las de Castelnuovo hablaban
muchos años después a sus hijos de las virtudes de
Juan; y monseñor Cagliero nos contaba que, siendo
él todavía muy niño, su madre le proponía a Juan
Bosco como modelo, exhortándole con frecuencia a
imitarlo. ((**It1.227**))
Así que, entre las buenas obras, los estudios y
los amigos, discurrían
tranquilamente los días de Juan. Con todo, aun en
medio de su felicidad, llevaba una espina clavada
en el corazón: el no poder tratar con cierta
familiaridad a los sacerdotes del pueblo. El
párroco don Bartolomé Dassano, hombre
verdaderamente santo, culto, caritativo, exacto
cumplidor de todos sus deberes, mantenía un porte
comedido y poco accesible para los niños. Los
demás sacerdotes guardaban la misma reserva. Sin
embargo Juan, ya desde aquella edad, conocía la
necesidad que tienen los jóvenes de una ayuda
amorosa, y que se dejan manejar como se quiera, si
hay quien se tome cuidado de ellos: él
experimentaba esta necesidad en sí mismo. Le
sucedió con frecuencia encontrarse con el párroco
acompañado de su vicario: más aún, algunas veces
se plantaba en algún sitio a propósito, a la hora
en que sabía acostumbraba a pasar por la tarde
dando un paseo. Sentía vivo deseo de acercarse a
él y oír de sus labios una palabra de confianza;
experimentaba en sí mismo la necesidad de ser
querido por él. Apenas le veía aparecer, le
saludaba desde lejos y, luego, al acercarse le
hacía todavía tímidamente una reverencia. El
párroco le devolvía el saludo con toda seriedad y
cortesía y continuaba su camino; pero jamás tuvo
una palabra afable, que le atrajera los corazones
juveniles y los excitara a confianza. En aquellos
tiempos se creía que semejante severidad era la
auténtica compostura de las personas
eclesiásticas. Pero aquel respeto le producía a
Juan temor y no amor. Muchas veces, llorando, se
decía a sí mismo y aun a otros: -Si yo fuera
sacerdote, haría muy diversamente: me acercaría a
los niños, los llamaría a mi lado, los querría y
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