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los ojos vendados no ve por dónde anda. Así que
hazte con dinero ((**It1.225**)) y
también tú podrás divertirte como tus compañeros.
- Juan respondió a la pérfida sugestión: -No
entiendo qué quieres decir, mas deduzco de tus
palabras que quieres aconsejarme el juego y el
robo. Pero, no dices tú todos los días en las
oraciones: el séptimo no hurtar?, no es éste un
mandamiento de la ley de Dios? El que roba es un
ladrón y los ladrones acaban mal. Por otra parte,
mi madre me quiere mucho; y si le pido dinero para
cosas buenas, me lo da; nunca he hecho nada sin su
permiso, y no quiero empezar ahora a
desobedecerla. Si tus compañeros hacen eso, son
unos perdidos. Si no lo hacen y lo aconsejan a
otros, son unos bribones y unos malvados. Estas
palabras corrieron de uno a otro, y ya nadie se
atrevió a hacerle tan indignas proposiciones. Más
aún, su respuesta llegó a oídos del profesor, el
cual, a partir de entonces, empezó a cobrarle
mayor afecto; la supieron también los padres de
los jovencitos, aún de posición desahogada, los
cuales en adelante exhortaban a sus hijos a
juntarse con él e imitar sus ejemplos, encantados
del candor que resplandecía en todos sus actos. De
este modo pudo fácilmente atraerse
un grupo de amigos que le querían y obedecían como
los de Morialdo y Moncucco, los cuales seguían
yendo a visitarle de cuando en cuando. Su compañía
era una continua lección de prudencia. En todas
las cosas, de mucha o poca importancia, ponía
siempre todo su empeño; cuidaba lo que decía, y no
hablaba nunca sin pensarlo bien antes; y cuando
tomaba una resolución, nadie podía apartarle de
ella. Sin darse siquiera cuenta, sus amigos iban
formando su carácter según el modelo del
compañero, el cual buscaba por todos los medios
ganarse sus corazones y hacer que les fueran
agradables sus saludables consejos. Entre otras
industrias, siempre que volvía ((**It1.226**)) de la
casa materna, a donde iba a pasar algunos días de
vacaciones, solía llevar fruta para regalársela, y
ellos se gozaban grandemente de su amable
generosidad; él, por su parte, aprovechaba la
ocasión para hablarles de religión y recomendarles
con gran fervor la devoción a María Santísima.
Sentía una atracción especial por la iglesia del
Castillo, colocada en lo más alto de la colina, y
a ella subía, ora solo, ora acompañado de los
amigos, para tributar a la Virgen bendita su
filial devoción. Tal vez la Madre celestial le
concedió allí algún señalado favor, pues en el
transcurso de los años no olvidó nunca aquella
iglesia, y los dulces momentos que en ella pasó.
Cuando Juan Filippello iba a visitarle a Turín, no
le dejaba partir sin regalarle un paquetito de
estampas para que las diera a las personas que
iban a esa iglesia a rezar el santo rosario, y
especialmente para animar
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