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Juan Roberto, buena persona, a cuya casa volvía a
la hora de comer. Si al anochecer, se
desencadenaba la tormenta, se quedaba en el
pueblo, y dormía en un tabuco bajo una escalera,
donde una buena familia le dejaba acostarse. Es el
señor Pompeyo Villata quien nos contó haber oído
estas cosas en su propia familia.
Mamá Margarita, por razones económicas, y
porque le dolía tener al hijo lejos de sus ojos,
permitió al principio que hiciera aquellas
caminatas; pero no tardó en ver la necesidad de
buscarle alojamiento en Castelnuovo, porque el
invierno era cada vez más crudo. Poniéndose de
acuerdo, podía pagar el pupilaje con legumbres,
con vino, o con otros productos. Por otra parte,
Juan era muy apreciado por todos los de la aldea.
Y éstos, temiendo que no contara con los
suficientes medios para continuar los estudios,
parece que en alguna ocasión hicieron entre ellos
una colecta, y rogaron a Margarita la aceptara
para sus pobres. Segundo Matta aseguraba haberle
dado una vez media hemina de trigo. Así que
Margarita ((**It1.221**)) puso a
pupilo a su hijo en casa del antedicho Juan
Roberto, sastre de profesión y muy aficionado al
canto gregoriano y a la música vocal. Ella misma
le acompañó a Castelnuovo y al despedirse, le dio
un precioso consejo: -íQue seas devoto de la
Virgen! -La noticia de la llegada de Juan excitó
la curiosidad de muchos por conocerle. Ya eran
sabidas sus pequeñas hazañas en Castelnuovo.
Algunos chiquitos de la
familia de monseñor Cagliero, cuando pasaban los
muchachos camino de la escuela, salían a la puerta
sólo para ver pasar a Juan Bosco. Todavía ahora
recuerdan su aspecto modesto, recogido, humilde,
con sus libros bajo el brazo, caminando solo o con
algunos compañeros de los más formales. Vestía una
chaqueta gastada, no muy ajustada a su cuerpo y de
hechuras poco agradables para quien deseara hacer
buena figura. Muchos jovencitos de Castelnuovo,
por pertenecer al barrio más importante de la
villa, se daban cierto aire de suficiencia,
creyéndose los legítimos vecinos y mirando a los
de los caseríos como a gente vulgar y de inferior
condición. Por eso, a los comienzos,
envalentonados por el aspecto sencillo de Juan, no
dejaron de reírse y bromear con su vestido, y
muchas veces acercándosele de puntillas le daban
un tironcito del faldón de la chaqueta y se
retiraban a prisa a cierta distancia. -Esa
chaqueta, decían unos a otros, seguramente se la
ha regalado el párroco. Es una preciosidad. íSi
sería de su abuelo! -Juan no se alteraba nunca,
aguantaba con paciencia las burlas y molestias.
Alguna vez se volvía sonriendo hacia aquellos
botarates y les decía amablemente: -Chiquillos,
estad quietos, dejadme en paz. Os doy yo algún
fastidio? -Además, los
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