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amistad los amigos de su madre; pero, al darse
cuenta de que allí era una carga, ya que no podía
proporcionar ninguna utilidad con su trabajo, a
causa de la estación, había vuelto a Morialdo. Sea
ello como fuere, es el hecho que ahora se dirigió
a Moriondo, donde habitaba otra familia de
conocidos. También aquí suplico le dieran un
puesto con que ganrse el pan; pero fue inutil.
Oyeron sus apuros, compadecieron aquel su drama
que le obligaba a buscar albergue, pero no le
recibieron.
No le quedaba más esperanza que la granja de
los Moglia. Allí llegó al atardecer. De buenas a
primeras se encontró con un tío paterno
del dueño, llamado José Moglia, que le dijo:
-íHola!, adónde
vas?
- Voy buscando un amo para trabajar, respondió
Juan.
- íMuy bien!, íal trabajo!, ícon Dios! -replicó
José despidiéndose. Juan quedó por un instante
confuso, perplejo; pero después, cobrando ánimo,
se adelantó hasta la era, donde estaba toda la
familia Moglia preparando mimbres para las viñas.
Apenas le vio el dueño,
le preguntó: -A quién buscas, muchacho?
- Busco a Luis Moglia.
- Soy yo; qué deseas?
- Me dijo mi madre que viniera a usted para
hacer de vaquero.
- Y quién es tu madre? Y por qué te manda fuera
de casa tan
pequeño como eres?
- Mi madre se llama Margarita Bosco; como mi
hermano Antonio me molesta y me pega
continuamente, me dijo ayer: Toma este par de
camisas y este par de pañuelos ((**It1.193**)) y vete
a Bausone (caserío cerca de Chieri), busca una
plaza de criado; y, si no la encuentras, vete a la
granja Moglia, que está entre Mombello y Moncucco:
pregunta allí por el dueño y dile que es tu madre
quien te manda allí, y espero que te admitirá.
- Pobre muchacho, respondió Moglia; no puedo
tomarte como criado; estamos en invierno y el que
tiene vaqueros, los despide; no solemos admitirlos
hasta después de la fiesta de la Anunciación. Ten
paciencia y vuélvete a casa.
- Admítame por favor, exclamó el jovencito
Bosco. No me pague nada, pero déjeme quedarme aquí
con usted.
- No quiero que te quedes; íno me sirves para
nada!
El jovencito se echó a llorar y seguía
repitiendo: - Admítame, admítame...Me siento en el
suelo y de aquí no me moveré...íNo, no me voy! - Y
diciendo esto, se puso a recoger con los otros los
mimbres esparcidos por la era. La señora Dorotea
Moglia, conmovida
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