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la madre de mi marido y, por lo mismo, mi madre.
Debo respetarla y servirla. Se lo prometí a mi
pobre Francisco antes de morir. Si todos
los gastos que hago fueran bastante para prolongar
su vida un solo minuto, yo me sentiría feliz. - Y
Juan ayudaba continuamente a su madre lo mejor que
podía, tanto en la asistencia como en todo lo que
hiciera falta, de tal manera que ningún enfermo,
por diligente que fuera, lo habría hecho mejor que
él.
Entre tanto, el párroco había administrado a la
buena anciana los
últimos Sacramentos. Ella, en los días anteriores,
había dicho repetidas
veces a sus nietecitos: -Recordad que vuestra
felicidad y todas las bendiciones del Señor
dependerán del respeto y de las atenciones que
dispenséis a vuestra madre. - Pero un día quiso
tenerlos a los tres juntos para darles los últimos
consejos. Les recomendó que fueran obedientes a su
madre y que imitaran sus ejemplos, tratándola
siempre como ella había tratado a su pobre abuela,
a la que nunca, en tantos años, había dado el
menor disgusto: su madre, para asistirla y
ayudarla no había querido ((**It1.172**)) salir
de casa y cambiar de estado, a pesar de las
ofertas y proposiciones habidas de una vida cómoda
y desahogada: por amor a la abuela se había
sometido a una vida llena de sacrificios; ella
misma reconocía que le había hecho sufrir mucho y
ejercitar la paciencia en sumo grado; y que por
eso, se empeñaron ellos con todas sus fuerzas en
proporcionar a su madre los consuelos que ella
había derrochado para endulzar la vida de la
abuela.
El día once de febrero fue el último de su
existencia. Junto a su lecho estaban Margarita y
los nietos. La abuela, haciendo un esfuerzo,
les dirigió estas palabras: -Parto para la
eternidad; encomiendo mi alma a vuestras
oraciones. Perdonadme, si algunas veces fui severa
con vosotros; lo hacía por vuestro bien. Y a ti,
Margarita, te agradezco
cuanto has hecho conmigo. -La estrechó contra su
pecho y la besó diciendo: -Mi último beso en esta
vida; espero veros a todos mucho más felices en la
bienaventurada eternidad. -Los nietos, que
lloraban a lágrima viva, fueron llevados a casa de
un vecino y, después de una hora de dolorosa
agonía, la buena anciana entregaba su alma al
Creador.
Mientras tanto, Juan, que ya tenía diez años,
deseaba hacer la primera comunión. El párroco no
le conocía, dada la distancia de la aldea. Para
oír un sermón o asistir al catecismo cuaresmal,
había que caminar cerca de diez kilómetros entre
ida y vuelta, a Castelnuovo o a la aldea de
Buttigliera. La capilla de San Pedro en Morialdo
también quedaba algo alejada de I Becchi y, por
aquel entonces,
(**Es1.154**))
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