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preguntó qué había de cierto en los rumores que
corrían por la aldea
respecto a ella. -Son las malas lenguas, respondió
la mujer, que siempre se meten donde no les
llaman: mejor harían si se preocuparan de sí
mismas; yo no me ocupo de lo que otros hacen o
dejan de hacer; soy persona honrada y tengo mis
motivos para estar donde estoy.
-No es eso lo que pregunto; dígame con
sinceridad; - y le hizo un interrogatorio preciso
y formal. La mujer negó al principio, luego se fue
embrollando en las respuestas y el sacerdote acabó
por comprender que Margarita tenía toda la razón.
Entonces la invitó a salir de aquella casa. La
bribona respondió groseramente que no. El
sacerdote la intimó resueltamente a obedecer en
seguida: -íCómo! Ha sido usted la ruina de su alma
en vida y quiere serlo todavía en punto de muerte?
Quiere que por su culpa se pierda eternamente? -
La desgraciada se sintió confundida. La gente, que
había acompañado al Santísimo, no oía el diálogo
que se hacía en voz baja, pero comprendía
perfectamente ((**It1.168**)) de qué
se trataba; por otra parte, el sacerdote había
dicho claramente que, si no le obedecía, se
volvería a la parroquia sin dar la comunión al
enfermo, lo cual, en aquellos tiempos, hubiera
significado provocar sobre la culpable la aversión
general. Finalmente, decidió retirarse y se fue a
su casa inmediatamente. El sacerdote entonces
entró en la habitación del enfermo, el cual se
confesó, comulgó, recibió los Santos Oleos y
expiró como
buen cristiano, dando muestras de verdadero
arrepentimiento. Era una alma salvada por
Margarita. El vicario, antes de marcharse, quiso
saber quién era la mujer que le había dado un
aviso tan providencial y que no había querido
decir su nombre. Con esto, Margarita se ganó la
alabanza de todos sus paisanos, los cuales, por
otra parte, ya conocían que su regla constante de
conducta era buscar, por todos los medios, la
salvación de las almas.
Hubo en cierta ocasión quien se atrevió a hacer
en su presencia una propuesta indigna de un
cristiano. Aún viven testigos que vieron a
Margarita levantarse de su asiento, ponerse sobre
la punta de sus pies y, con la mano izquierda en
el pecho y la derecha extendida, tomar un aspecto
tan tremendo y lanzar una mirada tal de
indignación, que dejó como anonadado a aquel
desgraciado. Tal debió ser el aspecto del Arcángel
Miguel ciuando intimaba al príncipe de las
tinieblas: imperet tibi Dominus!
Nuestro querido Juan, testigo de estos sucesos,
los contaba en su
anciana edad a quien escribe estas páginas,
declarando que había aprendido en la escuela de su
madre a estimar en sumo grado y amar
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