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((**Es1.151**) preguntó qué había de cierto en los rumores que corrían por la aldea respecto a ella. -Son las malas lenguas, respondió la mujer, que siempre se meten donde no les llaman: mejor harían si se preocuparan de sí mismas; yo no me ocupo de lo que otros hacen o dejan de hacer; soy persona honrada y tengo mis motivos para estar donde estoy. -No es eso lo que pregunto; dígame con sinceridad; - y le hizo un interrogatorio preciso y formal. La mujer negó al principio, luego se fue embrollando en las respuestas y el sacerdote acabó por comprender que Margarita tenía toda la razón. Entonces la invitó a salir de aquella casa. La bribona respondió groseramente que no. El sacerdote la intimó resueltamente a obedecer en seguida: -íCómo! Ha sido usted la ruina de su alma en vida y quiere serlo todavía en punto de muerte? Quiere que por su culpa se pierda eternamente? - La desgraciada se sintió confundida. La gente, que había acompañado al Santísimo, no oía el diálogo que se hacía en voz baja, pero comprendía perfectamente ((**It1.168**)) de qué se trataba; por otra parte, el sacerdote había dicho claramente que, si no le obedecía, se volvería a la parroquia sin dar la comunión al enfermo, lo cual, en aquellos tiempos, hubiera significado provocar sobre la culpable la aversión general. Finalmente, decidió retirarse y se fue a su casa inmediatamente. El sacerdote entonces entró en la habitación del enfermo, el cual se confesó, comulgó, recibió los Santos Oleos y expiró como buen cristiano, dando muestras de verdadero arrepentimiento. Era una alma salvada por Margarita. El vicario, antes de marcharse, quiso saber quién era la mujer que le había dado un aviso tan providencial y que no había querido decir su nombre. Con esto, Margarita se ganó la alabanza de todos sus paisanos, los cuales, por otra parte, ya conocían que su regla constante de conducta era buscar, por todos los medios, la salvación de las almas. Hubo en cierta ocasión quien se atrevió a hacer en su presencia una propuesta indigna de un cristiano. Aún viven testigos que vieron a Margarita levantarse de su asiento, ponerse sobre la punta de sus pies y, con la mano izquierda en el pecho y la derecha extendida, tomar un aspecto tan tremendo y lanzar una mirada tal de indignación, que dejó como anonadado a aquel desgraciado. Tal debió ser el aspecto del Arcángel Miguel ciuando intimaba al príncipe de las tinieblas: imperet tibi Dominus! Nuestro querido Juan, testigo de estos sucesos, los contaba en su anciana edad a quien escribe estas páginas, declarando que había aprendido en la escuela de su madre a estimar en sumo grado y amar (**Es1.151**))
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