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y con expresiones tan propias, que sus palabras
producían una profunda impresión en todos los
presentes.
Tanta generosidad de corazón en Margarita no
debe causar asombro, ya que era mujer de continua
oración. Al salir de casa para ir al trabajo, al
regresar del campo, en medio de sus fatigosas
ocupaciones, rezaba y repetía el santo rosario.
Era conmovedor verla a la caída de la tarde
dirigirse a casa, sostendiendo al hombro con la
mano izquierda la azada o el escardillo, y con la
derecha a sus dos hijos, y rezar el Angelus al
toque de la campana ((**It1.158**)) que
resonaba lejos en el fondo de los valles. En casa
nunca había motivo suficiente para omitir las
oraciones de la mañana y de la noche en familia;
es más, invitaba a los huéspedes a rezar con ella,
como única recompensa por la hospitalidad
recibida. Se trataba de bandidos, guardias,
negociantes, pordioseros, caminantes extraviados:
ninguno se atrevía a negarse. Ella les había
ofrecido, como a hermanos, cuanto tenía: pan,
polenta, sopa, vino; hubiera sido una villanía no
aceptar una invitación completamente razonable a
los ojos de todos, incluso de cuantos solían
descuidar el deber de rezar. Era verdaderamente
una escena que llamaba la atención el ver a los
guardias quitarse el quepis y doblar las rodillas;
a los bandidos inclinar la frente cubierta de
tupidos cabellos y pronunciar las palabras del
padrenuestro o del
avemaría, que desde hacía mucho tiempo no habían
vuelto a repetir.
Margarita, en aquellos momentos, gozaba en su
interior, ya que la finalidad principal de su
hospitalidad era precisamente sacar de los
labios de sus huéspedes un himno de alabanza al
Señor. Y este himno recaía sobre ella y sobre su
familia como rocío de gracias fecundas; pues todos
los que habían recibido favores de ella, al pasar
delante de su casa o cuando al recordaban,
repetirían las palabras del Salmo: <<íBendición de
Yahvéh sobre vosotros! Nosotros os bendecimos en
el nombre de Yahvéh>>. 1
//1 Salmos, CXXVIII, 8 //
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