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((**Es1.138**) Su casa estaba entre bosques y más de una vez, después de la cena, a altas horas de la noche, llegaban bandidos, los cuales, escondidos detrás del seto que rodeaba la era, llamaban en voz baja a la dueña de casa. Usaban esta precaución por miedo a toparse con los guardias. Margarita salía y aquellos pobrecillos, fatigados y hambrientos, le pedían algo que comer. Y Margarita les decía: -Acercaos sin miedo; pero ahora no entréis en casa: no tengo nada preparado para que cenéis, mas no importa: nos arreglaremos.íPobre gente! -Llamaba a Juan y le indicaba: -Ve por leña, llena de agua la olla y ponla a hervir. Haremos una sopa y se la daremos a estos amigos. Pero no digas a nadie lo que hemos hecho esta noche. - Juan cumplía rápidamente las órdenes recibidas y luego avisaba a su madre que la olla ya estaba hirviendo. -Echa la pasta. -Mamá, no la encuentro. -Mira si hay harina. -Tampoco hay. -Entonces toma unos trozos de pan y prepara la sopa ((**It1.151**)). A veces, no había en casa para comer más que cortezas de pan o algún mendrugo. Margarita echaba en una escudilla la sopa bien caliente, hacía entrar al bandido o bandidos y los llevaba a un rincón oscuro de la estancia, donde la llama proyectaba la sombra del candil. Los pobrecillos devoraban aquel alimento y cuando estaban satisfechos decían: -Gracias, madre... y para dormir? -Ahí hay un desván y paja. No tengo otra cama que ofreceros. Tened paciencia. -íY muy contentos! Pero... y los guardias? Había en el establo una claraboya, que parecía destinada tan sólo a ser ventana, per que servía de paso al henil. Sin embargo, quien no conociera prácticamente aquel lugar no podía imaginar que allí hubiese una salida. Margarita informaba en pocas palabras a los huéspedes sobre la topografía de la casa y les daba las buenas noches. Los bandidos, antes de irse a dormir, querían besar la mano de mamá Margarita; pero ella les decía: - No, no es esto lo que deseo; lo que quiero es que recéis las oraciones. -íSí, sí, lo haremos, esté segura! -Y subían al lugar indicado, donde pasaban la noche tranquilos y en respetuoso silencio como si fueran corderitos; nunca en muchos años le proporcionaron el menor disguto. Lo gracioso era que, con frecuencia y, a veces, pocos instantes después de haberse retirado los bandidos a descansar, llamaban a la puerta otros huéspedes. Eran ni más ni menos que los guardias, los (**Es1.138**))
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