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Su casa estaba entre bosques y más de una vez,
después de la cena, a altas horas de la noche,
llegaban bandidos, los cuales, escondidos detrás
del seto que rodeaba la era, llamaban en voz baja
a la dueña de casa. Usaban esta precaución por
miedo a toparse con los guardias. Margarita salía
y aquellos pobrecillos, fatigados y hambrientos,
le pedían algo que comer. Y Margarita les decía:
-Acercaos sin miedo; pero ahora no entréis en
casa: no tengo nada preparado para que cenéis, mas
no importa: nos arreglaremos.íPobre gente!
-Llamaba a Juan y le indicaba: -Ve por leña, llena
de agua la olla y ponla a hervir. Haremos una sopa
y se la daremos a estos amigos. Pero no digas a
nadie lo que hemos hecho esta noche. - Juan
cumplía rápidamente las órdenes recibidas y luego
avisaba a su madre que la olla ya estaba
hirviendo.
-Echa la pasta.
-Mamá, no la encuentro.
-Mira si hay harina.
-Tampoco hay.
-Entonces toma unos trozos de pan y prepara la
sopa ((**It1.151**)).
A veces, no había en casa para comer más que
cortezas de pan o algún mendrugo. Margarita echaba
en una escudilla la sopa bien caliente, hacía
entrar al bandido o bandidos y los llevaba a un
rincón oscuro de la estancia, donde la llama
proyectaba la sombra del candil. Los pobrecillos
devoraban aquel alimento y cuando estaban
satisfechos decían: -Gracias, madre... y para
dormir? -Ahí hay un desván y paja. No tengo otra
cama que ofreceros. Tened paciencia.
-íY muy contentos! Pero... y los guardias?
Había en el establo una claraboya, que parecía
destinada tan sólo a ser ventana, per que servía
de paso al henil. Sin embargo, quien no conociera
prácticamente aquel lugar no podía imaginar que
allí hubiese una salida. Margarita informaba en
pocas palabras a los huéspedes sobre la topografía
de la casa y les daba las buenas noches. Los
bandidos, antes de irse a dormir, querían besar la
mano de mamá Margarita; pero ella les decía: - No,
no es esto lo que deseo; lo que quiero es que
recéis las oraciones. -íSí, sí, lo haremos, esté
segura! -Y subían al lugar indicado, donde pasaban
la noche tranquilos y en respetuoso silencio como
si fueran corderitos; nunca en muchos años le
proporcionaron el menor disguto.
Lo gracioso era que, con frecuencia y, a veces,
pocos instantes después de haberse retirado los
bandidos a descansar, llamaban a la puerta otros
huéspedes. Eran ni más ni menos que los guardias,
los
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