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la plaza de delante estaba atestada de hombres,
cuya confusa bulla llegaba a los que ya estaban
dentro, donde el deber religioso les llamaba. De
repente suena una trompeta en la plaza. Nadie pudo
frenar a los muchachos, que saltaron de los bancos
y se precipitaron hacia la puerta de la iglesia.
Tras ellos, salieron las niñas; y, finalmente,
también las mujeres, hijas de la curiosidad. Al
ver ésto, el pequeño Bosco corrió también a la
plaza y, abriéndose paso entre la multitud, se
plantó en primera fila. La presencia del muchacho,
conocido por su destreza en los juegos, hizo que
las miradas de todos se dirigieran hacia él. Con
la cabeza y las manos le señalaban al titiritero,
como para decirle que había encontrado un
competidor. Juan, que no había salido de la
iglesia por curiosidad, sino con un plan
preconcebido, se adelantó hasta el centro del
círculo y desafió al charlatán a demostrar quién
de los dos era capaz de dar mejores muestras de
habilidad. Miró el charlatán de arriba abajo al
muchacho con aire de desprecio, pero los aplausos
del pueblo a la propuesta ((**It1.147**)) de Juan
le hicieron comprender que no sería honroso
rechazar el desafío. Gritaban por todas partes:
-íBravo! íEso es!
íDemuestra tu habilidad! - De común acuerdo se
convino no sé qué juego. -Aceptado, concluyó Juan;
veamos las condiciones: éstas las propongo yo: si
gana usted le daré un escudo; si gano yo, saldrá
inmediatamente del término de este pueblo y no
volverá a poner los pies en él, a la hora de las
funciones de la iglesia. - La gente, ansiosa de un
nuevo espectáculo, gritaba: -íSí, si! - Acepto,
respondió el charlatán, seguro de su triunfo. Pero
éste, al fin, fue de Juan, y el charlatán,
recogiendo sus bártulos, tuvo que mantener la
palabra y marcharse en seguida. Entonces Juan dijo
a la gente: -íNosotros, a la iglesia! - y, él por
delante, entraron todos en la casa de Dios.
En otra ocasión, conversaba un forastero con
chanzas poco decentes, en medio de un numeroso
corro de hombres y niños, salpicando su charla con
vocablos que sabían a blasfemia. Juan, apenado por
aquél escándalo y viendo que no era posible hacer
callar al uno y cortar las groseras risotadas de
los otros, qué se le ocurrió hacer? Había en aquel
lugar dos árboles poco distantes uno de otro: tomó
una cuerda, anudó los dos extremos, lanzó cada uno
de éstos a una rama de cada árbol, de modo que la
cuerda quedara bien sujeta y no cediera. La
operación fue cosa de un momento. La gente se dio
cuenta de la hábil maniobra, dejó al maldiciente y
rodeó a Juan. Dio un salto y se agarró a la
cuerda; se sentó en ella; dejó caer la cabeza
hacia el suelo, quedando colgado sólo por los
pies; se puso derecho y comenzó a caminar de un
lado para otro, como si ((**It1.148**))
anduviera
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