((**Es1.116**)
Unos reían, otros jugaban, muchos blasfemaban. Al
oír aquellas blasfemias, me metí en medio de ellos
para hacerlos callar a puñetazos
e insultos. En aquel momento apareció un hombre
muy respetable, de varonil aspecto, noblemente
vestido. Un blanco manto le cubría de arriba
abajo; pero su rostro era luminoso, tanto que no
se podía fijar en él la mirada. Me llamó por mi
nombre y me mandó ponerme al frente de aquellos
muchachos, añadiendo estas palabras: -No con
golpes, sino con la mansedumbre y la caridad
deberás ganarte a estos tus amigos. Ponte, pues,
ahora mismo a enseñarles la fealdad del pecado y
la hermosura de la virtud. Aturdido y espantado,
dije que yo era un pobre muchacho ignorante,
incapaz de hablar de religión a aquellos
jovencitos. En aquel momento, los muchachos
cesaron en sus riñas, alborotos y blasfemias y
rodearon al que hablaba. Sin saber casi lo que me
decía, añadí: -Quién sois para mandarme estos
imposibles?
-Precisamente porque esto te parece imposible,
debes convertirlo en posible por la obediencia y
la adquisición de la ciencia.
-En dónde? Cómo podré adquirir la ciencia?
-Yo te daré la Maestra, bajo cuya disciplina
podrás llegar a ser sabio y sin la cual toda
sabiduría se convierte en necedad.
-Pero quién sois vos que me habláis de este
modo?
-Yo soy el Hijo de aquélla a quien tu madre te
acostumbró a saludar
tres veces al día.
-Mi madre me dice que no me junte con los que
no conozco sin su permiso; decidme, por tanto,
vuestro nombre.
-Mi nombre pregúntaselo a mi Madre. ((**It1.125**))
En aquel momento vi junto a él una Señora de
aspecto majestuoso,
vestida con un manto que resplandecía por todas
partes, como si cada uno de sus puntos fuera una
estrella refulgente. La cual, viéndome cada vez
más desconcertado en mis preguntas y respuestas,
me indicó que me acercase a ella, y tomándome
bondadosamente de la mano: -Mira, me dijo. Al
mirar me di cuenta de que aquellos muchachos
habían escapado, y vi en su lugar una multitud de
cabritos, perros, gatos, osos y varios otros
animales. -He aquí tu campo, he aquí en donde
debes trabajar. Hazte humilde, fuerte y robusto, y
lo que veas que ocurre en estos momentos con estos
animales, lo deberás tú hacer con mis hijos.
Volví entonces la mirada y, en vez de los
animales feroces, aparecieron otros tantos mansos
corderillos que, haciendo fiestas al
Hombre y a la Señora, seguían saltando y bailando
a su alrededor.
En aquel momento, siempre en sueños, me eché a
llorar. Pedí
(**Es1.116**))
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